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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Encender las luces

Si ustedes quieren sacar una correspondencia entre la Electricidad y la Razón, por mí no se corten

Mercè Ibarz

Uno de mis primeros recuerdos de Barcelona, cuando llegué en otoño de 1971, es lo oscura que era la noche en la calle. Y eso que no llegaba precisamente de noches luminosas, ni en Lleida ni en mi lugar de origen. Todo era entonces bastante negro en la vía pública al caer el sol. Pero de la capital esperaba otra luz. Poco a poco la cosa fue cambiando. La noche urbana se iluminó en el centro y también, aunque menos, en los barrios donde fui viviendo hasta recalar en una parte bastante céntrica del Eixample. Mis padres me visitaban dos semanas al año, una al empezar la primavera y la otra a inicios de otoño. Aunque no fuera tarde pero sí ya de noche, al abrir la puerta del piso pensaba que se habían ido a la cama: estaban todas las luces apagadas. Bueno, menos una, la menos potente. Me costó admitir que ellos nunca se acostumbrarían a encender más de una bombilla en una habitación. Ahora, sigo su ejemplo.

Ya saben, el recibo de la luz va a subir. Podríamos hablar también del aumento del precio del agua, del transporte público, de tantos servicios y bienes, pero en honor a mi austera educación me centro en la luz. En las luces domésticas, sin parodiar ni chotearme de cuando, con L mayúscula, se refieren a la Ilustración, a la era moderna que hace más de dos siglos vio nacer lo que seguimos llamando la condición política y humanista ciudadana. El recibo de la luz no está para bromas. Si ustedes quieren sacar una correspondencia entre las dos luces, la Electricidad y la Razón, por mí no se corten.

No vamos bien, hija, decía mi padre y decía mi madre, con tanto gasto de luz. Yo encendía mis lámparas y mi madre me seguía por el piso apagando bombillas, una tras otra. Mi padre asentía. En eso estaban completamente de acuerdo. Al cabo de los años, cuando ya no pueden visitarme, hago como ellos. Me paso el día apagando luces, una tras otra. Mejor dicho, me paso las horas nocturnas con una sola luz encendida, dos como mucho. En casa, en el despacho, en los lavabos públicos, en cualquier lugar donde haya interruptor, apago. Solo en ocasiones contadas, por ejemplo en estas fiestas, voy a encender todas mis luces.

Es un decir, claro. Hay luces que no podemos apagar sin sentirnos acorralados. Quien debe apagarlas por fuerza no puede vivirlo como un ahorro sino como un fracaso. No poder pagar el recibo de la luz implica renunciar a mucho, a tantas máquinas y motores domésticos. Que si el ordenador, que si cargar el móvil, que si el módem de Internet, que si el teléfono fijo inalámbrico, la nevera y todos los electrodomésticos imprescindibles para cada cual. No sé si es lo más propio de nuestra condición política, pero la condición ciudadana puede que dependa en gran medida de poder pagar la luz.

Mi madre es más moderna si se trata del teléfono, pero a mi padre no le disgustaría saber que al intento de consumir menos electricidad (aunque pagándola más) se suma la caída de teléfonos móviles y que cada vez los usamos menos. El teléfono fue siempre para él una especie de arma (le tocó ser telefonista en la guerra, cuando era muy joven) y para suerte suya no llegó a vivir la burbuja tecnológica. Puedo imaginarlo con el cerebro a mil observando por las calles de Saidí a niños y adolescentes armados con teléfonos e Internet y lo veo perorando luego en el café y en casa contra lo que habría considerado una locura tecnológica demasiado parecida a la inmobiliaria. Habría aprobado los usos en el trabajo, poco más. Me hubiera dado mucho la tabarra, mucho. Como con las luces domésticas.

Buenos tiempos para la sátira. A mí me da más por el recuento del tiempo vivido, pues todo vuelve, pero admiro la imaginación valiente y el aliento verbal de la sátira. Ahora que lo pienso y les hablo de esto de las luces, las eléctricas y las de la razón, a riesgo de aguarles más unas fiestas ya aguadas, les recomiendo en equilibrio dos novelas satíricas que han abierto y cerrado respectivamente este año, La col·laboradora, de Empar Moliner (Columna / Espasa), y Karnaval, de Juan Francisco Ferré (Anagrama), que lidian con el patetismo y el ridículo de nuestro grotesco mundo, dos hilarantes y ácidos llamados a no perder la razón. O las Luces, como prefieran.

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