Entre dos patrias
"Volvemos a necesitar personas que sean capaces de llevar a término el remozamiento de un edificio que ya no da más de sí"
El pasado martes conmemoramos el día de la patria valenciana; hoy se celebra el día de la Hispanidad. Curiosas efemérides estas, que en los momentos presentes parecen un verdadero sarcasmo. La Comunidad Valenciana, convertida en el prototipo del desastre y en la región peor financiada de todo el Estado; España, arrodillada ante Europa y motivo de estupefacción para los medios internacionales. Hay una diferencia, eso sí: la primera no parece estar en trance de fragmentación, la segunda se asoma al abismo. En cualquier caso, no hay nada que festejar. Si la recuperación de la autonomía del viejo reino había de servir para que los valencianos fuésemos más libres y más ricos, ahora comprobamos que el pueblo está en la ruina y que los ciudadanos parecen haber perdido por completo la capacidad de librarse de la atonía cívica en la que vegetan. Si la entrada en la globalización —que no otra cosa representa la versión moderna de la Hispanidad: la internacionalización de las empresas españolas gracias al proyecto americano— parecía librarnos para siempre de nuestros demonios familiares, ahora nos restregamos incrédulos los ojos ante el rebrote de los cainismos y la sospecha de que África vuelve a empezar en los Pirineos.
Los aficionados a las efemérides han sazonado los discursos del día 9 con retóricas alusiones al rey don Jaume, sin darse cuenta de que el estado de postración de la Comunidad Valenciana debería hacerles reclamar más bien la presencia del Palleter. Los turiferarios de turno también salpimentarán hoy sus arengas con vivas a la Virgen del Pilar, aunque más les valdría acordarse de 1898 o, mejor aún, de 1640. Hace treinta y cinco años, Adolfo Suárez, uno de los poquísimos referentes de la transición que todavía se respetan, proclamaba su propósito de dar al traste con el viejo régimen para acordar la España oficial a la España real. Pues bien, volvemos a necesitar personas que sean capaces de llevar a término el remozamiento de un edificio que ya no da más de sí. Ya no se aguantan unas reglas del juego que a los valencianos nos han relegado al furgón de cola. Ya no se sostiene una organización autonómica que ha convertido España en un cortijo administrado por algunos miles de políticos profesionales y que, si Dios no lo remedia —aquí sí que harían falta milagros de la Virgen, y muchos— acabará obligando a nuestros nietos a cambiar moneda y a enseñar el pasaporte no solo para poder trabajar, como ya hacen nuestros hijos, sino hasta para visitar el solar de sus abuelos.
Patria es una palabra peligrosa. En su nombre se ha marginado a los disidentes; se ha robado y estuprado; se han cometido crímenes en todos los rincones de la tierra. Hace un cuarto de siglo este país tuvo el buen criterio de relativizar las visiones esencialistas de la patria. Ya no es así. Ahora, los que estén mal posicionados en el tema patriótico lo pasarán mal. No es el caso de algunas regiones que han dejado que el estado se confundiese con sus intereses ni tampoco el de aquellas que han convertido el enfrentamiento con el estado en su propio interés. Pero, ¡ay de las que creyeron ingenuamente que debían ofrenar noves glòries a Espanya sin pedir nada a cambio! Los valencianos, atrapados entre dos fidelidades que la dinámica de los acontecimientos ha vuelto contradictorias, estamos pagando los platos rotos. Ya está bien.
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