Maldito paro
De un tiempo a esta parte, juntarse con los amigos ya no es tan divertido. Todos los días se publican infinitas estadísticas sobre el número de parados por familia, pero nadie habla del número de parados por cuadrilla de amigos. Deberían.
Ayer, precisamente, me junté con unas amigas a comer. Éramos tres a una mesa, antiguas compañeras de trabajo. Nos juntamos cada dos meses para atiborrarnos a comida basura y no dejar títere con cabeza. Nos reímos y hablamos de nuestras parejas, hijos, amigos, vecinos, plantas y mascotas. Pero sobre todo, hablamos de lo que nos unió en su día: el trabajo. Siempre es gloria bendita juntarme con ellas, pero esta vez, la reunión fue un clamoroso desastre. Mis dos amigas traían unas ojeras que asustaban. Una, ojerosa por angustia e insomnio. Madre en paro, agotada de suplicar por un empleo, de remover cielo y tierra, de ondear banderas de socorro. La otra, ojerosa por lo contrario. Soltera, exhausta por su sobredosis laboral, pero feliz por su magnífica situación profesional. Así estaba el patio ayer, en aquella reunión de amigas. Ahora, por favor, que alguien me explique de qué podían hablar estas dos mujeres ojerosas durante la comida, sin herirse mutuamente. La primera necesitaba desahogarse con sus amigas, quejarse de su agotamiento y, por supuesto, celebrar todos los detalles de su trabajo. No pudo hacerlo. Tuvo que guardárselo para sí, porque sabía que hubiera sido ofensivo y doloroso para la otra. Ésta, a su vez, necesitaba compartir su desesperación, explicar los pormenores de su angustia, desmenuzar su dolor para aligerarlo. Pero apenas habló del asunto, supongo que no quería dar lástima, ser pesada o arruinar la comida. Sin embargo, era evidente que estaba incapacitada del todo para interesarse por ninguna otra cosa que no fuera el trabajo. Al final, la comida se convirtió en una pantomima farragosa y tensa de tres amigas que, por exceso de prudencia, se comportaron como desconocidas durante una hora.
Maldito paro. Esto no lo veía venir. Qué cosas. Quiero decir, era previsible que las cifras descomunales de paro que se manejan hoy día trajeran consigo kilos de angustia. En lo que no había caído es en que también iban a traer este enrarecimiento de las relaciones personales. Un país dividido entre parados y trabajadores, eso es lo que tenemos. Dos bandos que se temen y se tratan con una cautela horripilante. Amigos que se miran de reojo, temas que se rodean como si fueran glorietas y preguntas que cada vez se hacen con la boca más chica. El paro está desnaturalizando las relaciones y creando abismos insólitos entre gente que ya no sabe cómo tratarse. Está dividiendo sin escrúpulos y poniendo barreras entre la gente que se quiere. Están los que tienen trabajo y luego están los que no lo tienen. Esas son las dos Españas más reales que hay hoy por hoy. Y punto.
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