Una tortura valenciana
"En el caso de la capital, resulta patético comprobar el aparentemente denodado e inútil esfuerzo sancionador del ayuntamiento para disciplinar bares, pubs y similares"
Ya se sabe: los valencianos somos extrovertidos y jaraneros, nos va la marcha y el gusto —cuando no la pasión— por los decibelios. Son algunos de nuestros rasgos idiosincrásicos, decantados, dicen, por los genes, la cultura y el Mediterráneo. Con los matices que se quiera añadir, la verdad es que así se nos tiene por doquier y la inmensa mayoría de nosotros mismos celebramos con alborozo, aunque algunos, no pocos, admitimos con resignación. Nada que objetar, al menos mientras no se incurre —cual es el caso— en el exceso y el desmadre como consecuencia del incivismo y la mala educación, que suelen aunarse. Otro rasgo, éste, que ha propiciado el penoso liderazgo internacional que España y Valencia, con su región que avanza en marcha triunfal, ostentan como países ruidosos con graves déficit de civilidad.
Del complejo problema de la contaminación acústica, aquí sólo pretendemos glosar el ruido nocturno que flagela a tantísimos ciudadanos. Un problema que, a poco que se tenga memoria o se consulte una hemeroteca, revela su gravedad a la par con la derrota o impotencia de las autoridades llamadas a resolverlo. En el caso de la capital, resulta patético comprobar el aparentemente denodado e inútil esfuerzo sancionador del ayuntamiento para disciplinar bares, pubs y similares. Miles de sanciones y contundentes promesas que apenas han mejorado el panorama. En realidad, en este capítulo, el único avance se produjo al sentarle la mano a las motocicletas que ahora circulan sin estruendo. Por lo demás, tenemos la impresión de que las multas no se pagan y las ordenanzas son o han sido papel mojado.
Frente a esta inhibición o impotencia algunos vecinos y vecindarios han tenido que asumir su propia defensa para cubrir el desamparo en que les ha dejado la Administración. A este respecto se recordará, porque es digno de recordación, la brega llevada a cabo por los damnificados de la calle Joan Llorens y, más aún, la de la plaza Xúquer, cuya protesta llegó a ser amparada por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos que, en 2004, le dio un correctivo al mismo Tribunal Constitucional y sancionó a España por la pasividad del Ayuntamiento de Valencia en un asunto de ruidos nocturnos. Por fortuna, algo ha cambiado en la sensibilidad de las instancias judiciales en torno al ruido, pues ya menudean los fallos contra los generadores de torturas acústicas de toda laya, incluidos los casales falleros.
No cabe duda de que en el epicentro de esta aflicción urbana está la industria del ocio, pues a su amparo o a su sombra se incuba esta agresión —decimos del ruido— al descanso y la paz doméstica. Tal acontece, por ejemplo, con el escándalo que estalla de jueves a sábado a la vera del Pub La Flama, en la calle Roteros de Valencia. Sin embargo, a tiro de piedra, en la plaza del Autor, en el mismo Barrio del Carme, prospera otro sin la concurrencia de ningún local de copas y hasta altas horas de la madrugada. En ambos casos, la posible solución de tal gamberrada está en la norma que no permite el suministro y consumo de bebidas alcohólicas en la vía pública. Pero nos maliciamos que la alcaldesa Rita Barberá no está por la labor a la vista de la inutilidad de las denuncias efectuadas. Con ello abona que su memoria quede asociada al botellón en todas sus variantes, lo que sumado a la destrucción del Cabanyal y el saqueo de Emarsa, entre otros estropicios, no le garantiza un obituario político ni siquiera pasable.
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