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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los huesos del dolor

Llevamos varios días estremecidos por el caso de los niños de Córdoba. ¿Cómo puede un padre matar a sus hijos, emparrillarlos, montarse una coartada tan teatrera de que los ha perdido en un parque, ay, señor policía, qué dolor, llevar once meses haciendo el paripé, que si cartita por aquí, que si me dejan salir yo les cuento, marear la perdiz y poner cara de quiénes se han creído ustedes, cómo voy a haber abrasado yo a mis hijos, hombre, por Dios?

La verdad es que siempre hay algo de fascinante en el espectáculo del mal (fascinante al menos si uno es un mero espectador, que no la víctima). Educados, amables, inteligentes, así suelen describir a personas como José Bretón. Dos piernas, dos brazos, una cabeza como la suya y la mía, oiga. ¿Ojos de loco, dice usted? ¿Y no será que a toro pasado, todos Manolete? Luego están las apasionantes discusiones terminológicas: que si es un psicópata o si no, que si esto podemos considerarlo violencia de género o si no (al fin y al cabo, es obvio que a quien quería hacer el máximo daño imaginable era a su casi exmujer; los pequeños no eran sino un simple medio para tal fin).

Es curioso que unos minúsculos restos óseos, apenas unas astillas indefinidas, hablen. Que canten el dolor y la identidad, que se manifiesten con una prosa más alta y más clara que el padre supuestamente superdotado, orador y manipulador. Es el milagro de la ciencia bien hecha, la objetividad transmutada en verdad inobjetable, esclarecedora. Saber que los mató para seguidamente carbonizarlos y exhumarlos es significativo. Piensen ustedes, de todos los cadáveres posibles de los que puedan tener noticia, ¿hay alguno que desasosiegue más que los que tienen la cara desfigurada, y especialmente los más extremos de entre éstos: los que han muerto calcinados y de los que apenas queda ya sino un amasijo de huesos? Ese tránsito fulminante entre tener un rostro —ser una persona— y ser un cráneo, o peor aun, un conjunto de astillas, es lo más acongojante, pues no hay forma de reconocer en esas abstracciones al ser querido. Hasta hace bien poco, esos huesos eran esos niños de grandes ojos, alegres y rebosantes de futuro. Ahora son nada, nadie: sólo el dudoso privilegio de haber vivido en el siglo XXI les otorga las bondades de la antropología forense (más o menos) competente.

Durante milenios, los huesos y las calaveras eran aquello que nos igualaba a los demás; lo que los predicadores usaban para recordarnos el signo próximo, vecino, de la muerte, y bajo ella, todo aquello que nos convierte en anónimos, la forma en que la muerte al destrozar los rasgos rebaja al individuo singular al círculo cerrado de la especie. Hemos podido cambiar las tornas: los huesos de ahora hablan en singular, permiten aclarar los hechos y establecer el duelo. Es un consuelo pequeño, desde luego, pero un consuelo al fin y al cabo.

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