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La historia de nueve siglos de esplendor

La Comunidad iniciará en 2013 un proyecto de restauración que frene el deterioro del templo

Cúpula de la cabera románica del monasterio
Cúpula de la cabera románica del monasterioSANTI BURGOS

Acarreando sus escasas pertenencias con la ayuda de dos caballos, pero llevando consigo los mucho más pesados recuerdos de toda una vida en el monasterio de Santa María, en las tierras vallisoletanas de La Santa Espina, un grupo de monjes atraviesa penosamente las montañas nevadas que conducen al valle de Valdeiglesias. Estamos en 1177 y estos miembros de la orden del Císter obedecen la voluntad del rey de Castilla, Alfonso VIII El Noble, que ha decidido trasladarles al nuevo monasterio de la orden, Santa María la Real de Valdeiglesias, en Pelayos de la Presa.

Los exhaustos monjes cistercienses están ya a pocos kilómetros de su destino. A pesar de que la humedad del río Alberche entumece sus magulladas piernas y contrae sus articulaciones, los religiosos siguen su curso porque saben que es el camino más seguro para alcanzar su nuevo hogar. Un lugar del que poco saben y que, con toda seguridad, para muchos de ellos será el último peldaño antes de culminar una vida entregada al ascetismo y el rigor litúrgico.

Ellos serán el grupo de vanguardia, el que marque las reglas a seguir, será el punto de referencia para los neófitos allí presentes que, lo antes posible, deberán asimilar las exigentes prescripciones de la Carta de caridad, texto fundamental en el que se basa la cohesión de la orden. La carta establecía la igualdad entre los monasterios de la orden, y tenía por objeto organizar la vida diaria del monje e instaurar una disciplina uniforme en el conjunto de las abadías.

Lo que inició aquel grupo de religiosos castellanos acabaría convirtiéndose en uno de los centros espirituales y culturales hegemónicos del centro de la península durante los siguientes 200 años. Aquella época de apogeo desencadenó un ciclo virtuoso en el que los recursos económicos eran atraídos por la efervescencia monacal que se vivía en Pelayos, y los jóvenes prometedores del Císter de toda la península contemplaban como un destino óptimo acudir a un monasterio en constante expansión.

El siglo XIII fue testigo de la edificación de la imponente cabecera románica del complejo. En el XV se añadió un claustro gótico que sirve de eje al monasterio y de cruce de caminos entre las diferentes estancias. El XVII dejó su sello barroco con la espadaña y fachada de la capilla mayor. Un collage <CF1000>arquitectónico que agrupa a muchas de las corrientes culturales más representativas del último milenio.

Tal y como empezó, también murió. Si el decreto de Alfonso VIII había dado inicio al florecer cisterciense en el valle, la desamortización de Mendizábal, que puso en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante subasta pública, las tierras y bienes que hasta entonces no se podían enajenar, en poder de las “manos muertas” de la Iglesia católica, acabó con siete siglos de recogimiento en el monasterio.

Santa María la Real quedó así abandonado durante décadas. Los lugareños retiraron piedras del monasterio y los niños de la primera mitad del siglo XX utilizaron sus patios y arcos como lugar de recreo, lo que contribuyó a acelerar el deterioro del complejo.

El desdén de las autoridades y el desconocimiento de la sociedad han contribuido a que por la cúpula de la capilla mayor se asomen unos arbustos curiosos que presiden un templo sin techumbre, apenas reconocible para los esforzados monjes que llamaron extenuados a sus puertas tras días de camino a la intemperie hace más de 800 años.

A pesar de las agresiones sufridas por esta joya de la Baja Edad Media, las cúpulas, arcos y muros que se mantienen orgullosos en pie imponen un respeto reverencial que la España del siglo XXI se ha propuesto embellecer.

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