En el Alt Empordà cuesta respirar
La desolación y la ceniza sobrevuelan los campos grises de la comarca
“¡Ay, madre de Dios! ¡Qué pena!”. María Teresa Saba repite este lamento mientras el coche le acerca a la casa de colonias familiar, calcinada por el gran incendio del Alt Empordà. Fue el domingo al mediodía cuando el fuego atacó La Jonquera y los habitantes del resto de la comarca no sabían aún que el infortunio sobrevolaba sus cabezas. Primero lo vieron de lejos: pensaron que se librarían. Pero las llamas llegaron al galope desde Francia y la familia tuvo que desalojar a toda prisa a los 40 escolares franceses de Montpellier que pasaban las vacaciones en el Casal de l’Albera.
María Teresa no se había atrevido a regresar a la casa hasta ayer. Le daba angustia. El enorme terreno que rodea la instalación está chamuscado. Los alcornoques, ennegrecidos, hablan a gritos de la ferocidad del fuego. De los huertos no queda casi nada. Las llamas hicieron estallar los cristales y hasta levantaron baldosas. María Teresa suspira y dice como para consolarse: “¡Qué le vamos a hacer!” Dentro, huele a fuego. Los halógenos cuelgan del techo derretidos. En una de las habitaciones el soporte de las literas, de color rojo, está negro. No queda rastro de los colchones. Flori, hermana de María Teresa y que es la que se ocupa de la casa de colonias, no quiere ni hablar de lo afectada que está. “Si digo algo me pongo a llorar”, zanja.
Cuesta respirar y los ojos pican en todo el Alt Empordà. Dos días después del inicio del fuego y lejos de las zonas aún activas, la ceniza sobrevuela los campos. Todo es desolación. El calor, agobiante, incrementa el miedo. Parece que el terreno pueda empezar a arder en cualquier momento. Y las prostitutas siguen como siempre en los arcenes de la N-II, como si el gran incendio no fuese con ellas.
Los Mossos d’Esquadra cierran las entradas a muchos de los pueblos afectados para facilitar el trabajo de los servicios de emergencias y el restablecimiento de las líneas eléctricas. Un manto de humo cubre el cielo en algunas zonas.
Pedro Lozano, de 43 años, corrió al cementerio cuando el fuego había pasado ya y calcinado los alrededores de su pueblo por los cuatro costados. Fue a ver si la lápida de su mujer se había salvado de las llamas y el humo. “Gracias a Dios estaba todo bien”, explica.
Los 243 habitantes de Biure sintieron el aliento del fuego en sus cogotes. El pueblo, enclavado entre colinas, se vio rodeado por el infierno el domingo. También pensaron que las llamas no llegarían, pero con un cambio de viento en dos minutos las tenían ante sus casas. “Hubo un momento en que estaba todo rojo”, rememora el alcalde, Albert Camps. “Como si hubiese fuego en el cielo”.
Los ancianos abandonaron el pueblo y los que se quedaron defendieron con uñas y dientes las propiedades. “Nunca había vivido momentos tan angustiosos”, relata el joven alcalde, que se pasó las horas corriendo de un lado para el otro ayudando a los bomberos. Para colmo, por la noche se quedaron sin agua y sin luz. Con el terreno aún humeante —¡no había agua en el pueblo!— Camps se fue a dormir a la una y media de la madrugada. Poco después, unos vecinos le fueron a despertar porque tenían un foco de llamas en el jardín de su casa. “Usamos el agua de la piscina para apagarlo”, dice Camps. Estos días, el alcalde de Biure sueña “con fuego”. En sus ojos se refleja la fuerte impresión de lo vivido. Desde una colina, observa el paisaje. Los troncos negros asustan.
Algunos dueños de animales creen que pueden comunicarse con ellos. Es el caso de Isabel Salva, que dice que su caballo Espartaco se portó inusualmente bien cuando tuvo que atravesar el bosque con él a toda prisa para salvarle de las llamas. “Iba como un cordero”, relata. Espartaco quiere ir a pastar al pedazo de tierra donde ha ido siempre, el único que se ha librado del fuego en los alrededores de la casa de campo, en Agullana. El olor a quemado y la pesadez del aire se hacen difíciles de soportar. “No es casualidad que donde él come las llamas no hayan llegado. Es porque el terreno está limpio”, mantiene Isabel.
Los 243 habitantes de Biure no creyeron que las llamas llegaran al pueblo; en minutos las tenían ante sus casas
La mujer está enfadada. Cree que el cuidado de los bosques se maneja mal y que la Administración solo pone palos en las ruedas. “Para que te den permiso para limpiar un terreno, tienes que presentar un plan de gestión medioambiental”, afirma. A Salva el fuego le ha quemado una hectárea de terreno. La casa se salvó: las llamas alcanzaron un cuarto de baño y allí se detuvieron. “No soy muy de Dios, pero es un milagro”, sentencia. Pues es el segundo fuego que vive: en el incendio de 1986, el que todo el mundo recuerda estos días, las llamas también acecharon la casa cuando en ella vivía el abuelo de la mujer. También pasaron de largo.
El matrimonio alemán Schäffer no tuvo igual suerte, ni su hijo, ingresado en el hospital de Figueres tras ceder un muro cuando limpiaba los restos de la destrucción dejada por el fuego. Las llamas no tuvieron compasión de la propiedad familiar. Quemaron la cubierta de la piscina, los cobertizos de las herramientas y las paredes de la casa, una construcción de una planta situada en un lugar que debía de ser idílico antes del incendio. Ahora es difícil de imaginar.
El calor rompió los cristales y arrasó lo que encontró a su paso, como una carretilla que parece a punto de desintegrarse. “Pasé mucho miedo”, reconoce la mujer, de 66 años. El matrimonio, ya jubilado, lleva más de una década en Agullana. Ahora duermen en una pensión. La nuera y los nietos, que estaban de vacaciones, se han trasladado a casa de unos amigos en Figueres.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.