“En Valencia podemos comer, aunque sea del contenedor”
En la Comunidad Valenciana hay 56 asentamientos que acogen 800 sin techo Esto supone un 67% más que en 2011, cuando había 538
La pobreza extrema recorre la Comunidad a través de 56 asentamientos que acogen 800 sin techo, un 67% más que en 2011 (538), según Cruz Roja. No son poblados chabolistas. Tampoco focos de marginalidad convencional. Se trata de lugares de paso a las afueras de municipios medianos que se han transmutado desde hace dos años en improvisadas colonias de la miseria. Tienen entre 10 y 15 habitantes, que lo han perdido todo y esbozan la cara más severa de la exclusión.
La mayoría son inmigrantes sin papeles que recalaron en la Comunidad antes de la crisis. Aspiraban a emplearse en el ladrillo o la agricultura. Se creyeron eso de que la economía crecía sin límite. Esfumada la ilusión, se sienten víctimas de empresarios que incumplieron su promesa de regularizarles. Sin paro ni ayudas, malviven en cunetas, terrenos abandonados, edificios en ruinas o bajo un árbol. Literalmente. El fenómeno sacude el esquema del sin hogar convencional, el indigente crónico que vaga por bancos y plazas arrastrando un reguero de adicciones o una enfermedad mental, en ocasiones sin diagnosticar.
Son las 11.00 de la mañana y los 12 habitantes del infecto asentamiento de La Closa, a las afueras de Xirivella, encaran un día que dedicarán a recoger chatarra. La mercancía se paga a 30 euros los 100 kilos. El sol cae a plomo y el campamento es lo más parecido a una sauna finlandesa. Las brigadas municipales talaron hace diez días una hilera de árboles que proporcionaban algo de sombra, según los sin techo. Stefan Nikolai, rumano, 44 años y dos hijos, dice que se asfixia de calor.
Aurel Fanelpop, de 49,
Como su compatriota Aurel Fanelpop, de 49, aterrizó en el descampado hace un año huyendo de la soledad de la calle. Se quedó en el paro tras ocho años recogiendo naranjas y mandarinas, la mayor parte en negro. Ahora duerme en una especie de choza plastificada junto a un socavón gigante, que las excavadoras perforaron hace un año para preparar los terrenos de un futuro hotel.
En La Closa no hay agua ni luz pero sus inquilinos van moderadamente limpios. Se accede a través del agujero de una desvencijada reja. La facilidad para llegar y la proximidad a una rotonda juega malas pasadas. “Sufrimos insultos y apedreamientos en mitad de la noche”, se queja Diego Loza, separado, 46 años, y uno de los dos únicos españoles. Natural de Xirivella, Loza lleva un año durmiendo en una claustrofóbica tienda de cartones y palés que define como "el invernadero".
Para no asfixiarse en el incandescente espacio ha sacado el colchón, que roza una bombona de butano. De su trabajo como transportista internacional por el que ingresaba 6.000 euros mensuales a mediados de los 90 sólo le queda un nebuloso recuerdo. Y su único hijo, al que ve una vez al mes, no conoce su situación. Su vecino Ramón López está eufórico. El viernes fue su último día en la miseria, donde navegó desde 2005, cuando murió su abuela y se quedó en la calle. En su nueva vida se dedicará a cuidar a un discapacitado en San Antonio de Benagéber a cambio de comida y alojamiento, gracias a una ONG.
La Closa es una maqueta
La Closa es una maqueta del asentamiento tipo. Aunque cada nicho de pobreza es un ecosistema. La mayoría de los nuevos sin techo detectados por Cruz Roja son inmigrantes (90%), principalmente sin papeles, hombres (80%) y su edad no supera los 45 años. Sufren enfermedades por la falta de higiene. Y su futuro se pinta en negro debido al desconocimiento del idioma y la falta de preparación profesional. Todos están en paro y, pese a la falta de expectativas, no se plantean regresar a sus países de origen. “Aquí estamos mal, pero podemos comer de un contenedor”, explica Nikolai.
En Rumania, un salario alto, el que puede percibir un médico o un abogado, no supera los 400 euros. Y el trabajo de indigente es tan duro como cualquier otro. “Los rumanos no pueden permitirse el lujo de tirar un televisor o unos zapatos a la basura”, explica Barna Sandor, de 33 años, que en su país llegó a ganar 80 euros al mes encadenando los empleos de albañil, vigilante y agricultor.
Sandor está parado pero no vive en La Closa, sino en un piso en Xirivella con sus dos hijos. En el asentamiento le conocen como El buen samaritano. Hace un año vio a su compatriota Vasile recogiendo chatarra en un contenedor y le invitó a ducharse en su casa. Hoy, corta el pelo y reparte comida al resto del grupo. También se encarga de dar a conocer el fenómeno. Un empresario ya ha prometido que pagará un pasaje de avión.
La nacionalidad en estos microciudades de la miseria se segmenta por provincias. En Alicante, que concentra el fenómeno con 24 asentamientos, predominan los sin papeles búlgaros (40%), rumanos (30%) y marroquíes (20%). La minoría española (5%) procede de los canales tradicionales de la marginalidad, según Cruz Roja, que todavía no detecta presencia de un perfil normalizado, que sí solicita en cambio a sus servicios de reparto de comida. “El tipo de excluidos es muy definido”, dice Luisa Morillo, trabajadora social de la organización humanitaria en La Vega Baja.
Los asentamientos crecen y se multiplican en pisos abandonados, solares y edificios que la crisis dejó a medio hacer. En ocasiones, un aparcamiento cobija a dos personas. Es el caso de la pareja rumana que reside desde hace meses en el parking de una vieja fábrica junto a la Universidad Jaume I de Castellón. Su propietario conoció el drama y autorizó la ocupación. La pareja ha limpiado de chatarra y basura el espacio y disuade con su presencia a los ladrones. “Son las escenas de solidaridad”, afirma Cristian Cordus, voluntario de Cruz Roja.
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