Justos por pecadores
El absurdo de la existencia es de lo más difícil de soportar. Ahora mismo, por ejemplo, usted y usted y usted y yo estamos prestando dinero a los bancos. O regalando, para más inri. Como mínimo, habremos de pagar a escote los intereses millonarios del maná del rescate. Y todo ello sin que se hable en ningún momento de responsables, mucho menos de culpables, sin que haya comisiones de investigación, sin que se produzca propósito alguno de enmienda, sin un abochornamiento público y notorio por el rácano estado de la justicia social.
Me he acordado del santo Job. Hace tiempo conocí a un joven investigador que realizaba su tesis doctoral en torno a esa fascinante figura bíblica. No sé si dedicó seis u ocho años al tema. ¿Cómo explicar, justificar y aceptar que a menudo los justos sufran y sufran mientras los pecadores se van de rositas? Lo ha dicho Rubalcaba estos días: si no hay más remedio que ser rescatados, sea, pero “que no paguen justos por pecadores”. El libro de Job refleja un fiero pulso entre el propio patriarca que se proclama inocente y tres supuestos amigos suyos que insisten en que en realidad ha de ser culpable, pues de lo contrario Dios no lo habría castigado de esa manera (matando a sus bueyes, ovejas y camellos, “pasando a cuchillo” a sus siervos y aplastando y matando a todos sus hijos). A pesar de ese cúmulo de desgracias, Job sigue confiando ciegamente y aceptando los designios de Yavé. Al final, ese mismo Dios que le había puesto cruelmente en prueba acepta sus alegatos de inocencia y le restituye, duplicándolos, sus bienes (en animales y siervos, pero también le da el doble de hijos; otros distintos, se entiende, pues el Dios del Antiguo Testamento es el menos kantiano de los seres: todos ellos son medios para los fines divinos).
En nuestra era secular, algunos de esos atributos divinos parecen haber pasado a ese misterioso ente pluralizado y denominado los mercados (una vez más, el menos kantiano de los seres). Así, tras el rescate bancario por parte de la eurozona, la prima de riesgo sigue desbocada y nadie sabe, claro, exactamente por qué. Conocemos su furia implacable, pero nos cuesta comprender su lógica secreta. Es curioso observar, en titulares y tertulias, que además de esa arbitraria omnipotencia, mucha gente atribuye a los mercados el don de la omnisciencia, de modo que aseveran que si pidiéramos una comisión de investigación, eso inquietaría a los mercados; que si saliéramos a la calle a manifestarnos y mostrar nuestra indignación, eso haría desconfiar a los mercados, etcétera. Y como los falsos amigos de Job, abundan los que alegan que todos somos igual de culpables, y que más nos valdría rezar “Virgencita, que me quede como estoy” y no decir ni media palabra de más. No, sin duda, Job no es el mejor ejemplo. No aceptamos esa humilde —o humillante— resignación. Y no queremos restitución, sino justicia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.