Divorcio
"La insolencia se adueña de la vida pública y quienes detentan el poder no admiten que se les controle"
Días atrás, leíamos, en estas mismas páginas, el artículo de Trini Simó sobre el actual momento político en nuestro país. El desconcierto y la pesadumbre que refleja el escrito de la profesora Simó es el mismo que sentimos muchas personas. Hace ya tiempo que los valencianos —no todos, es verdad— vivíamos sumidos en ese desconcierto y esa pesadumbre; podríamos decir que nos habíamos habituado a ello. Las peculiares condiciones de la política en la Comunidad Valenciana, nos lo habían impuesto. La violencia de la crisis económica ha hecho que la sensación se vuelva más aguda. La actuación del Gobierno —y, también, la tibia reacción de la oposición— en los casos Bankia y Dívar ha contribuido a ello. El Gobierno predica una Ley de Transparencia, pero cuando los ciudadanos necesitamos verdaderamente saber, nos niega la información y nos ignora.
La idea de que vivimos en una democracia degradada comienza a tomar cuerpo entre nosotros y crece al hilo de los sucesos recientes. Los estudios aparecidos en diferentes publicaciones así lo indican: estamos a punto de convertirnos en lo que los expertos llaman una “democracia defectuosa”. Lo cierto es que la insolencia se adueña de nuestra vida pública y quienes detentan el poder no admiten que se les controle, ni aceptan dar explicaciones. Al no comparecer el sábado, tras producirse el rescate a España, Rajoy reafirma el divorcio entre la política y los ciudadanos. También lo hacen las declaraciones de los partidos políticos que leemos en la prensa. En ellas no existe el país, ni los ciudadanos; sólo percibimos el interés partidista por aprovechar la situación, sin que importe su gravedad ni las consecuencias que produzca.
No son diferentes las cosas en la Comunidad Valenciana donde cada mañana, al abrir el periódico, encontramos nuevos nombres de políticos imputados por los jueces. El espectáculo, tantas veces repetido, ha acabado por convertirse en habitual. La gigantesca máquina de corrupción que fue el Partido Popular —una gigantesca máquina de corrupción, sí— continúa proporcionando trabajo a la Justicia. Sin embargo, Alberto Fabra pretende convencernos de que hemos entrado en un nuevo periodo, que no tolerará esas conductas. La realidad de los hechos desmiente sus palabras y muestra su debilidad. El límite de la voluntad de Alberto Fabra lo marca el caso Blasco. Ahí, se acaba todo. En un país con democracia fuerte, Blasco se hubiera visto obligado a dimitir hace tiempo. Lo habría hecho porque su situación política es intolerable. Pero Blasco no vive en un país con democracia fuerte, sino en la Comunidad Valenciana y sabe que, entre nosotros, esa resistencia puede convertirlo en un superviviente.
Pero no hablamos sólo de la corrupción de unas decenas de personas, sino de esa atmósfera particular que rodea la política y la aleja cada día de los ciudadanos. Acabamos de verlo en la reacción a la denuncia de Compromís sobre la percepción de ciertas dietas en una comisión parlamentaria. De inmediato, el Partido Popular y los socialistas se han revuelto para defender la legalidad de esas dietas. “El reglamento lo justifica”, han dicho sus portavoces. ¡Sólo faltaría que el reglamento no lo justificase! Pero no hablamos de normas, sino de sensibilidad, de esa sensibilidad que deberían mostrar nuestros políticos —sobre todo, en un momento como el actual— y que no vemos por ninguna parte. Aunque tal vez estemos equivocados y lo importante sea que Canal 9 emita toda su programación en valenciano, como propone Ximo Puig.
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