El himno del verano
Tras 56 años de vida, de buena y mala vida, de la que los buenos oficiales consideran mala vida y los malos oficiales consideran buena vida, he llegado a una conclusión, no sé si buena o si mala, pero una conclusión a fin de cuentas. Fíjense que ni el Rey sabe cuando ha hecho bien y cuando mal y que ni Buenafuente tiene el favor del público, lo que, en el segundo caso, habla bastante mal del nivel del país. Y va, y yo sí, yo he llegado a una conclusión que no tiene que ver con Belén Esteban, que es la que les mola a los pseudointelectuales de pacotilla, sino con algo muchísimo más útil, aunque seguramente menos productivo —de eso no tengo ninguna duda— y es que a los políticos mundiales no les gusta la música. De lo contrario, no soportarían sus himnos mundiales, nacionales, autónomicos o federales, locales o barriobajeros (bueno, eso suponiendo que haya algún líder político que sea barriobajero).
Por eso me partía el pecho (“parte pecho caja”, que diría el personaje polaco de José Mota) cuando le escuchaba a Esperanza Aguirre partirse el pecho, de otra manera, con el himno nacional. Y me decía yo a mi misma mismidad: ¡Pero si es una mierda!, ¡Si es un chunta chunta, que lo puedo tocar yo con las clases de solfeo de mi infancia! ¡Si tiene menos acordes que una canción de Bustamante y uno y medio más que las de Bisbal! ¡Pero cómo vamos a defender ahora la versión patria del chiringuito de Geogie Dann! Yo entendería que se defendiese Cocidito madrileño, que tiene su enjundia y su olla a fuego lento. Lo entendería todo menos el pollo a la Cantora porque creo que la pechuga es la de un rinoceronte, la que cabe en Marbella, y solo en Marbella.
Quien aplaude un himno no sabe de música. Sea el himno español, el vasco, el catalán, el francés, el alemán o el sueco (que seguramente nadie sabe como es). Los himnos son una castaña que se los encargan a los que malamente saben hacer castañas. Cogen un solfeo de primaria y le atacan una letra del alumno que suspendía siempre en literatura y sale una obra de arte de amor patrio. En realidad son como la canción del verano: haz algo en lo que no haya que pensar, que no se necesite escuchar, que no te moleste oír (a mí si me molesta) y que solo te incomode por su reiteración. O sea, que un himno sería la cabecera más natural para un programa de cotilleo en el que no hay nada que escuchar, ni oír (porque no se oye) ni advertir, ni aprender, ni criticar. Es la nada. Y la nada es un himno nacional, por mucha raigambre que tenga. ¿Se pueden cambiar los himnos cuando cambie la sociedad o los himnos están por encima de la sociedad? Le doy una idea al PP, ahora que anda agobiado con algún problemilla económico. Lo malo es que lo entiendan mal y le encarguen una versión a María Ostiz o a Kiko Argüello, sus intelectuales. Y entonces voy y me cago en el himno.
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