No lo cuentes, fílmalo
Alumnos de un instituto de Ferrol producen 140 películas con sus teléfonos móviles
El profesor no les ha enseñado a manejar la cámara. Ni iris ni filtros ni nada de nada. Tampoco han tenido que soportar el clásico abecé del montaje que se oferta en cualquier cola del paro. No se han visto forzados a simular los roles del viejo y mastodóntico cine industrial: ahora eres director de fotografía, ahora script, ahora tiranizas al equipo, ahora le traes el café a fulano... Ni rastro de todo eso. No hay plató ni trama convencional ni presupuesto que gastar. Los autores tienen entre 16 y 17 años. Todavía están en edad de que les llamen nativos digitales a la cara sin que se reboten. Se supone que saben lo justo para filmar cualquier cosa que se le ponga a tiro a su smartphone. De hecho, lo hacen a diario, casi sin darse cuenta. Tampoco hay software elemental de edición que se les resista más allá de cinco o diez minutos. En seis meses han hecho 140 películas. A su bola.
Manolo González no quiere formar cineastas en las clases de Cultura Audiovisual que imparte a los alumnos de primero de bachillerato artístico en el instituto público de educación secundaria Concepción Arenal de Ferrol. “Lo que quiero es que aprendan a escribir con imágenes”, zanja convencido el profesor González. La metodología parece sencilla a primera vista. No hay libro de texto ni exámenes al caer el trimestre. Las clases teóricas ocupan solamente cuatro horas semanales, así que el rozamiento con la historia del cine desborda el marco lectivo. Con una conexión a Internet tinen suficiente: cada alumno recibe en su correo electrónico un resumen de la materia y una batería de enlaces a películas, fragmentos, webs y otra documentación.
El objetivo no es formar cineastas sino enseñar a “escribir con imágenes”
Cada bloque gira en torno a una técnica que el profesor ilustra con una referencia clásica, otra contemporánea y el trayecto historiográfico entre ambas. Sin miedo, además. Con los hermanos Lumière y el singular James Benning, por ejemplo, exploran el plano fijo. Con Georges Méliès y Tim Burton, la animación. Con D. W. Griffith y Steven Spielberg, la continuidad narrativa. Con Orson Welles y el ruso Alexander Sokúrov, el plano-secuencia. Con Robert J. Flaherty y Agnès Varda, el documental creativo. Ahora mismo el grupo está con las vanguardias del siglo XX y la ultimísima videocreación. Hay facultades de comunicación con temarios bastante más conservadores que el suyo.
¿Cómo se evalúa el progreso de estos alumnos? Hay dos indicadores, explica Manolo González, que fue director de la desaparecida Axencia Audiovisual Galega: la participación en el blog colectivo de clase, que es voluntaria —150 entradas y 12.500 visitas en lo que va de curso—, y la confección de una pequeña película al final de cada capítulo, esta sí obligatoria. El alumno escoge la herramienta —el teléfono móvil, una cámara doméstica, lo que quiera— y el tema. Basta con que aplique la técnica correspondiente y cumpla el plazo de entrega. En ese aspecto, en principio, el profesor sí que es exigente. “Salvo que me rompan el corazón con la película, como dicen ellos”, confiesa. “Si es así, pueden conseguir una prórroga”.
Los alumnos eligen la herramienta —un móvil o una cámara— y el tema
No se trata de hacer películas impecables, sino de “desvelar la mirada propia” de cada estudiante en un borrador “imperfecto”. Los resultados no necesitan adjetivos: están ahí, a la vista de cualquiera, en www.youtube.com/user/artistasde1a. El profesor hierve de entusiasmo y no puede disimularlo. Sabe que es contagioso, así que insiste una y otra vez en que el mérito no es suyo. En la localidad portuguesa de Viana do Castelo, a unos 50 kilómetros de Tui, donde estuvo el mes pasado compartiendo las primeras conclusiones de la experiencia con otros docentes, utilizó una metáfora para definir su rol en el aula. Dos, en realidad. Frente al tradicional “profesor vampiro” que decide por ellos y secuestra su creatividad, él quiere ser el “pelícano” que se limita a crear el contexto para que los aprendices jueguen.
El instituto ferrolano es el principio activo, no el universo entero. Las alumnas y los alumnos de Manolo González se retratan fuera del centro, en su casa, en los escenarios de ocio, en su habitación, en el barrio. A veces solos, otras con amigos o con su propia familia. Eligen la música, deciden los encuadres y montan a su gusto con el programa que tengan a mano. Se interpretan a sí mismos, escriben los diálogos y susurran esa voz en off confesional que tanto les gusta. Su sexualidad, sus aspiraciones, esa obsesión. Un día en su vida, un color, los sueños. Su cuerpo y el de los otros. Las piezas, más allá de los rudimentos técnicos, algunos sorprendentes, respiran verdad. En estos casos, Manolo González suele citar a Ortega y Gasset: “Sabemos lo que es el martillo por los martillazos”.
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