La Sinfónica toca la gloria bajo la batuta de Lorin Maazel
El director prometió volver a dirigir a los músicos de la orquesta
Bajo la dirección de Lorin Maazel, la Orquestra Sinfónica de Galicia alcanzó el jueves, Día das Letras Galegas, uno de sus días de gloria. Maazel había definido el programa que tocaron como “muy adecuado para mostrar todo el potencial de una orquesta”. La elección del programa, desde ese punto de vista, fue muy acertada. A partir de ahí, todo fluyó como cabía esperar tras las declaraciones previas al concierto del director y los propios músicos de la Sinfónica.
La orquesta mostró su mejor cantabile, y esa gran capacidad de expresión dramática que hacen de ella una gran orquesta de foso, evocando el recuerdo de las mejores noches de ópera del Festival Mozart, tan distantes ahora por mor de su majestad la tijera. Pero, tratándose de este festival, ningún remedio mejor para la dolida memoria del aficionado que una obra cumbre del salzburgués.
Lo es, sin duda, la Sinfonía Júpiter, y así sonó el jueves en el Palacio de la Ópera en una soberbia interpretación de Maazel y la Sinfónica. Fue una versión llena de lógica y coherencia, iluminada por esa fácil comunicación gestual del director estadounidense y basada en que la naturalidad de la respiración de cada frase es traducida a gestos de sus manos que los músicos no pueden sino seguir. Tan sencillo y tan difícil como eso.
La introducción, amplia y serena, impulsó toda la fuerza y grandeza del vivace. El andante cantabile, con un punto de lentitud, mostró que la música puede sonar lenta pero llena de tensión expresiva: la que se crea desde el podio en una obra interiorizada y asumida como propia. La emotividad creciente hizo blanco en el auditorio.
En la Titán, de Mahler, creó magistralmente el clima inicial, revelando en todo su esplendor ese mundo que el autor quería crear en cada sinfonía. La Sinfónica sonó en cada momento grandiosa, tierna, irónica o dulce. Maazel se permitió unos rubati de libro, con la lógica exigible y la emoción deseable. La cuerda sonó aterciopelada, hiriente o con la velada magia de la sordina; las maderas, incisivas, cálidas o lejanas; los metales, siempre poderosos. La percusión, precisa y con hermosísimo color. La ovación final sonó a gloria, atronadora y unánime. Tras el concierto, el maestro reiteró que volverá: “Sí, ya lo dije: pronto, pronto”. ¿Será la fuerza del destino?
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