Participaciones preferentes
La demanda civil individual tiene todas las posibilidades de prosperar
Desde que el pasado mes de febrero publiqué en este periódico una columna sobre las participaciones preferentes ha habido importantes novedades: las masivas movilizaciones de los perjudicados han propiciado la adopción de una resolución unánime del Parlamento gallego, en la que se reclamaba una solución al problema, así como una concreta propuesta del presidente de la Xunta, consistente en promover un laudo arbitral que dirimiría extrajudicialmente el conflicto entre las partes implicadas. Por su parte, el Conselleiro Javier Guerra exploraba una vía distinta, al anunciar una reunión con el Fiscal Superior de Galicia con el fin de averiguar si existen indicios de delito, y la Fiscalía de Pontevedra abrió unas diligencias informativas para recabar información sobre el tema. En fin, hace unos días tuvimos conocimiento de que el juzgado de instrucción número 3 de Santiago había admitido a trámite (al parecer por vez primera en nuestra Comunidad) una demanda de naturaleza civil de dos personas perjudicadas, en la que se solicita la nulidad del contrato y la consiguiente devolución del dinero invertido. Todas estas vías no son excluyentes y, por tanto, deberían seguir adelante en la medida en que persiguen fines diferentes.
Empezando por la últimamente citada, la demanda civil individual tiene todas las posibilidades de prosperar, siempre que, claro es, se demuestre que con carácter previo a la contratación de las participaciones el empleado de la entidad bancaria no facilitó la debida información al cliente sobre las características de este complejo producto. De hecho, en otras Comunidades Autónomas existen ya sentencias en las que se ha admitido la responsabilidad del banco y, consiguientemente, la obligación de indemnizar al cliente por el perjuicio causado.
Ahora bien, hay que aclarar que esta vía habrá de ser necesariamente individual porque, como bien se indica en una reciente sentencia, “no todos los procesos de contratación responden a unos mismos condicionantes determinantes de una solución única y general, dado que será procedente examinar cada caso concreto, los caracteres o perfil del inversor, la información ofrecida y los términos en que se plasma la relación contractual”. Así, por poner un ejemplo extremo, no tendrá necesariamente los mismos perfiles jurídicos la contratación efectuada por el conselleiro Javier Guerra (al parecer también afectado por las preferentes) que la llevada a cabo por personas que no sabían leer ni escribir y que firmaron con su huella dactilar.
Eso sí, ni que decir tiene que la generalización de esta vía comportaría una verdadera avalancha de demandas, a la vista del ingente número de personas afectadas. De ahí que las entidades bancarias (en muchos casos dirigidas en la actualidad por personas que no tuvieron intervención en la comercialización de las preferentes) deberían buscar una solución satisfactoria, con laudo arbitral o sin él, ante el riesgo cierto e inminente de empezar a recibir un incesante número de sentencias que les obliguen a indemnizar a los afectados, con las costas judiciales añadidas y con el consecuente deterioro de su imagen.
Finalmente, sigo pensando que no habría que descartar la vía penal, cuya finalidad es diferente de la civil y cuyo principal impulso debería corresponder (aquí sí) a las asociaciones de usuarios de banca, así como a la Fiscalía, dadas las dificultades técnico-jurídicas que conlleva demostrar la comisión de un delito. Con relación a ello, se ha apuntado la posibilidad de acudir al delito de publicidad falsa, pero, con arreglo a la interpretación usual que la jurisprudencia efectúa al respecto, no parece sencillo demostrar sus presupuestos porque el engaño no existía en rigor en la publicidad (en los folletos informativos) sino en la actuación personal del director de la sucursal; y, por otra parte, si se demuestra que esta actuación se apoyó en informaciones objetivamente falsas, existiría ya el engaño idóneo del (mucho más grave) delito de estafa, que, como expliqué en mi anterior columna, es el único que podría ser aplicado en este caso, a la vista de las (inexplicables) insuficiencias que presenta la legislación penal española en el ámbito bancario. Ciertamente, en 2010 se introdujo en nuestro Código Penal, a bombo y platillo, un denominado delito de “estafa de inversores”, mas asómbrense: ni puede ser aplicado en casos como el que nos ocupa, ni supone novedad alguna porque lo que pretende castigar ya estaba previsto en otro precepto del Código Penal.
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