Daños nada colaterales
"A causa de la crisis, tan lamentada por todos pese a que afecta a unos más que a otros, aumenta de manera exponencial el número de indigentes que no tienen donde caerse vivos"
Sucede que, entre la multitud de cosas desagradables que ocurren en la calle a causa de la crisis, tan lamentada por todos pese a que afecta a unos más que a otros, aumenta de manera exponencial el número de indigentes que no tienen donde caerse vivos, de manera que durante el día se las apañan como pueden deambulando por parques, avenidas y jardines hasta que llega la noche. Hasta que llega la noche. Y entonces ocurre que hasta esa pandilla de desaprensivos (ignoro por qué razón entre ellos abundan más los varones que las mujeres), aunque al lector le parezca una rareza, necesita un lugar, un sitio, no exactamente un aposento, pero algo que le permita tumbarse y dormir todo lo tranquilamente que les sea posible. Trasnochan, es cierto, a veces contrariando su voluntad o sus necesidades, pero a menudo también madrugan, como unos ejecutivos enredados en una faena que no lleva a ninguna parte, expulsados por mangueras, o por policías cumplidores con su deber, o por empleados de los bancos con cajeros exteriores, algo que no les parece precisamente confortable, y en eso, solo en eso, tienen a veces cierto parecido con el ritmo de vida de esas parejas de apariencia feliz en las que el varón trata de llegar lo más tarde posible a casa a fin de no encontrar cosa distinta que una cena fría en la cocina, los niños dormidos y la esposa ya en la cama, o a la inversa, y mañana dios dirá, que dirá lo mismo de siempre: nada. Claro que los indigentes, esos descuidados menesterosos, no tienen casa, aunque quizás la han tenido, incluso han compartido en otro tiempo hogar con familia y otros animales de compañía.
Así las cosas, no debe extrañar que, entre otras conductas igualmente reprobables, crezca vertiginosamente el número de personas que ya en la madrugada se las arreglan apara abrir las puertas de los portales de los edificios de extrarradio a fin de pasar la noche en un descansillo de la escalera, donde además dejan la olorosa huella y volumen de sus defecaciones, e incluso se conocen casos de que esto ha ocurrido en ascensores, tal vez en la confianza de que no habrían de ser utilizados en las horas que los frecuentan sus usurpadores, y a que así, de paso, y en caso contrario, tienen ocasión de viajar dormidos. También es cierto que por lo general ocupan los descansillos de los primeros pisos, no tanto por deferencia hacia quienes habitan en las alturas como para estar más cerca de la calle si hay que salir por piernas. Las juntas de vecinos poco pueden hacer por evitarlo, como no sea blindar la puerta del patio y llenarla de cerraduras de alto estanding, así que una solución sensata a ese problema en alza sería habilitar las azoteas según un horario prefijado para dar cobijo a tanto huésped no invitado. ¿No decía Marx que el lumpen era una basura? Pues eso.
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