Lo que acaba y lo que empieza
El capitalismo ha demostrado su adaptación a lo largo de siglos, pero ahora tiene que asumir que la colaboración es mejor que la competencia, y eso duele
Las noticias se suceden sin cesar. Casi todas malas. Reflejan la imposibilidad de seguir como estamos si no cambiamos. El problema es que, los que deciden ahora, tras acusar a los de antes (que también eran ellos) de incrementalismo desenfrenado, practican un decrementalismo ciego y sin horizonte, del tipo “hacer lo mismo con menos”, sin entender que todo se mueve. Es cierto que llegamos tarde y mal al “Estado de bienestar”. Tarde, porque murió Franco en 1975, justo cuando se acababa el periodo de los 30 años gloriosos de las políticas de bienestar social. Mal, porque venimos de una larguísima tradición en la que lo público se confunde con lo que no es de nadie, y si es de alguien, ese alguien tiende a aprovecharse del ratito en el que está al mando. Tantos años de autoritarismo y mano dura terminaron convenciendo a la gente que cuanto menos te ocupes de lo colectivo mejor, y si te acercas a los que mandan será para ver qué sacas. Los más de 30 años de democracia, marcados por una transición mal resuelta y olvidadiza, no han alterado mucho el panorama. Acostumbraron a la gente a hacer de clientes de los servicios públicos, sin entender que su calidad y permanencia depende también de su implicación y protagonismo en los mismos. A los que han ido mandando les ha ido bien confundir cada demanda social con una necesidad pública que incluir en un presupuesto siempre incremental. Y, mientras, en Europa, desde la década de 1980 se establecieron cautelas económicas, amortiguadores y válvulas de implicación social en los servicios públicos, y se ha seguido invirtiendo en educación a lo largo de la vida. Aquí manteníamos el tipo, crecíamos con el ladrillo y seguíamos desatendiendo la formación de adultos, confundiendo educación con enseñanza.
Ahora, la confusión es general. Los que mandan nos acusan de irresponsables, de vagos y de manirrotos. Los mandados decimos que ellos más. Nadie parece tener la culpa de nada. Pero las cuentas no salen. Los más ricos se han organizado para no pagar, y con los que estamos más controlados, se está llegando al límite. Y, como acostumbra a pasar, los más nuevos (jóvenes e inmigrantes), los que menos capacidad tienen de quejarse y de hacerse oír (parados, ancianos, mujeres) son los que más acumulan problemas y palos. Lo cierto es que han de cambiar muchas cosas en la parte del gasto, pero lo más grave y más estructural está en la caída de ingresos. Y eso, tal como están las cosas y como funciona el mundo mundial, no tiene pinta de arreglarse ni de ser coyuntural. Y lo peor es que cada día que pasa comprobamos que los que dicen mandar no mandan, y que, además, nadie sabe hacia dónde nos dirigimos.
Mientras, las cosas van muy deprisa. Está en marcha la tercera revolución industrial (The Economist), tras las que supusieron la transformación de la industria a finales del XVIII y la que instauró el trabajo en cadena propiciando la producción masiva a inicios del XX. El cambio digital va a permitir, está permitiendo ya, la producción distribuida y colaborativa, acabando con la necesidad de espacios de intermediación y concentración fabril, de la misma manera que la producción y distribución de conocimiento, la creación compartida a escala global, está acabando con enciclopedias, editoriales, periódicos y universidades en sus versiones tradicionales. Las impresoras 3D, el crowdfunding, Wikipedia, Arduino o el Do it yourself son expresión de una nueva realidad que tercamente reclama su lugar en un escenario que resiste sin alternativas. El capitalismo ha demostrado su adaptación a lo largo de siglos, pero ahora tiene que asumir que la colaboración es mejor que la competencia, y eso duele. El poder político y sus instituciones siguen utilizando principios como la jerarquía y la distribución de competencias para hacer funcionar sus entramados clientelares y burocráticos. El estatus y el organigrama son sus mejores argumentos. Y mientras, todo se horizontaliza, se constatan las ventajas sociales y colectivas de los códigos abiertos y van surgiendo iniciativas de apoyo mutuo y de nueva institucionalidad aquí y allá. Y al poder instituido le va quedando solo la autoridad y la fuerza. No va a ser fácil, ni tampoco indoloro, pero lo que empieza irá abriéndose camino.
Joan Subirats es catedrático de Ciencias Políticas.
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