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OPINIÓN

¿Presidente ou ‘mandadiño’?

Hay una ofensiva para recentralizar el poder, recortar servicios y desprestigiar lo público

Es cierto que en un breve período de tiempo España ha pasado de ser un Estado fuertemente centralista para convertirse en uno de los países más descentralizados de Europa. También lo es que el Estado autonómico presenta importantes peculiaridades respecto a las fórmulas federales clásicas y, por tanto, carece de referencias comparadas precisas que faciliten su comprensión y desarrollo.

Por supuesto, todo ello genera importantes disfunciones. Pero, sin duda, una de las causas del conflicto y tensión que vive el Estado es la falta de adaptación de los grandes partidos a la distribución territorial del poder que consagra la Constitución, consecuencia de la pervivencia de la vieja cultura centralista en abierta contradicción con la nueva realidad institucional del país. Pero en los últimos tiempos, determinados actores políticos y económicos han pasado de la incomprensión y la reticencia a la abierta impugnación del modelo de Estado constitucional. Hoy es evidente que el PP y determinados sectores económicos, aprovechando la grave crisis que atraviesa el país, han desatado una durísima campaña para desacreditar el Estado autonómico presentando como alternativa las viejas recetas centralistas y activando el españolismo reactivo y primario que caracterizó a la derecha española durante buena parte del pasado siglo.

Claro que los mencionados actores político-sociales cuando denuncian los desajustes del modelo de Estado vigente se olvidan casualmente de señalar el excesivo número de ayuntamientos que hay en España (más de 8.000), la pervivencia de instituciones anacrónicas como las Diputaciones o la injustificada inadaptación de la Administración Central al desarrollo del Estado de las Autonomías. Si a todo ello añadimos que las comunidades autónomas gestionan una parte esencial del gasto social en España (sanidad, educación y la mayoría de los servicios sociales) y que dicho gasto representa en torno al 75% de los presupuestos autonómicos, resulta evidente que esta ofensiva antiautonomista del PP persigue objetivos inequívocos: la recentralización del poder político, el recorte del Estado de bienestar y el desprestigio de lo público.

Dos acontecimientos muy recientes servirán para ilustrar mis afirmaciones. El primero, las declaraciones de Esperanza Aguirre cuando, en su habitual tono demagógico y populista, propuso la reconsideración del Estado y la devolución de las competencias de sanidad, educación y justicia a la Administración Central. Olvida la locuaz presidenta de Madrid que las competencias forman parte de los Estatutos y que, por tanto, su disparatada propuesta necesita la reforma de los mismos. Y en distintos casos (Galicia, Cataluña, País Vasco y Andalucía) no basta, si la hubiera, la voluntad política de sus respectivos Parlamentos y de las Cortes Generales, sino que se necesita la anuencia de sus pueblos expresada en referéndum. El segundo ejemplo se refiere a la convocatoria realizada por Mariano Rajoy exclusivamente a los presidentes de las comunidades autónomas gobernadas por el PP, marginando al resto, para proponer en esa reunión un recorte adicional de 10.000 millones de euros, en sanidad y educación, a los ya restrictivos Presupuestos presentados hace dos semanas. Pero ¿quién es Mariano Rajoy para tomar una decisión que solo corresponde a los presidentes autonómicos y para marginar arbitrariamente a algunos de ellos? Sería también muy conveniente que los presidentes autonómicos que asistieron a esa irregular reunión, que proyecta una perversa confusión entre partido y Gobierno, explicaran por qué han abdicado de sus responsabilidades constitucionales.

En el contexto de este debate, el presidente de la Xunta debería aclarar dos cuestiones esenciales. En primer lugar, sería muy esclarecedor que Feijóo nos dijera si rechaza la propuesta de Esperanza Aguirre, o simplemente no se plantea ahora la reforma restrictiva del Estatuto porque carece del apoyo de los dos tercios del Parlamento de Galicia, indispensable para dicha reforma. La segunda cuestión que debe aclarar Feijóo es todavía más peliaguda. En efecto, si en el balance presupuestario de 2011, la Xunta dice haber cumplido, con una décima de desviación, el objetivo de déficit comprometido; si en los Presupuestos para 2012, el Gobierno gallego contempla un déficit menor del 1,5% al que obliga el Programa de Estabilidad Presupuestaria acordado en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, ¿por qué la Xunta tiene que asumir un recorte adicional de 500 o 600 millones de euros que serían catastróficos para nuestra sanidad y educación públicas?. La respuesta que Feijóo ofrezca a esta pregunta dejará muy claro si es un presidente de la Xunta que cumple con su responsabilidad ante los ciudadanos que representa, o se trata de un simple mandadiño que subordina los intereses de Galicia a las necesidades políticas de la dirección central de su partido. Veremos.

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