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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La poda de Rajoy

Rajoy ha llegado a la Moncloa con las tijeras grandes de podar, tal como había prometido desde la oposición. Pongámonos en su piel. El gasto público se produce porque existen órganos que desarrollan funciones, que consumen recursos. ¿Qué opciones le quedan a nuestro ilustre jardinero? Una, distraer dinero y recursos de las funciones; dos, eliminar programas y funciones de los órganos, y tres, suprimir órganos. Es decir, cortar las hojas, podar las ramas o arrancar de cuajo los árboles innecesarios o caducos. Son años de vacas flacas y escasean los recursos. Es básico, por tanto, actuar sobre las funciones y sobre los órganos. Pero ¿cómo están interrelacionados ambos?

Probablemente, debemos a la biología la primera tematización sobre dicha relación. Gracias a Juan Bautista Lamarck aprendimos que el cuello de las jirafas se fue estirando a lo largo del tiempo a fin de acceder en las épocas de sequía a las ramas altas de los árboles, evitando de este modo morir por inanición. “La función crea el órgano” resume esta visión adaptacionista de la evolución, que rompía sin estridencias el creacionismo bíblico tradicional. La lógica era impecable: las necesidades imponían unas soluciones funcionales, que terminaban por configurar un órgano apropiado.

Con Darwin y su selección natural se empañó esta idílica racionalidad. Nada de adaptacionismo tranquilo; la vida venía evolucionando como una carnicería sin cuartel donde sólo subsistían los más fuertes y mejor dotados. Debido a ciertas mutaciones aleatorias, había unos animales provistos de un cuello más alto y eso les permitía ganar la batalla de la supervivencia a costa de los demás. El órgano era, pues, resultado del azar y no de la función. Al contrario, la existencia de un órgano explicaría, sin más, el origen de determinadas funciones. Algunos animales ven sencillamente porque tienen ojos, y no porque la naturaleza les haya dotado de ellos remediando una supuesta necesidad de ver.

El volumen de recursos y el órgano que los gestiona no son la consecuencia de la función, sino su determinante máximo

Si extrapoláramos esta preeminencia causal del órgano sobre la función al dominio de las disciplinas sociales, surgirían de inmediato las sospechas. ¿Hay militares y armas por culpa de las guerras o hay guerras por culpa de los Ejércitos y de la industria armamentística? ¿La oferta sigue a la demanda o más bien la crea? ¿La banca es una consecuencia de la circulación del dinero o es quien lo genera y multiplica? ¿Las naciones crean los Estados o son los Estados la maquinaria idónea para fabricar nación? ¿Hay abogados y jueces porque hay pleitos o es justamente al revés? ¿Tenemos médicos y hospitales para que no haya enfermos o más bien crece la población enferma cuando aumenta el número de centros hospitalarios? ¿No es el medio el que determina el mensaje en vez de lo contrario? ¿Existen sacerdotes porque existen las religiones o son ellos quienes las conforman?

Centrémonos ahora en el mundo de la burocracia. ¿Qué son primero: los proyectos y las funciones, o los recursos y los órganos? Tras servir como oficial de la Marina británica, C. Norhcote Parkinson se dedicó a desentrañar las claves del funcionamiento de la maquinaria burocrática. ¿Cómo podría explicarse que la plantilla de la Colonial Office aumentase sin freno, a la vez que el Imperio británico se iba reduciendo de modo irreversible? Y así fue detectando una serie de comportamientos que, por su terquedad inexorable, enunció en forma de leyes. Por ejemplo: un funcionario necesita multiplicar el número de subordinados; los funcionarios se crean mutuamente trabajo entre sí; los gastos aumentan hasta agotar todos los ingresos; el tiempo que un órgano decisor dedica a un asunto es inversamente proporcional a la importancia del mismo, etcétera, etcétera.

Pero la más divulgada, la ley de Parkinson por antonomasia, es la que establece: “El tiempo que emplea una organización en ejecutar una tarea no depende de su grado de dificultad o complejidad, sino del tiempo total de que dispone”. En otros términos: “El trabajo de una organización tiende a expandirse indefinidamente hasta ocupar la totalidad del tiempo disponible”.

Este frenesí podador no está exento de riesgos, ya que el jardinero trabaja encaramado a lo más alto de un árbol

En conclusión, un órgano es un jefe y una plantilla, por tanto capacidades y tiempo. Añádanse recursos presupuestarios y el listado de proyectos, programas y tareas (es decir, de funciones) tenderá a crecer ilimitadamente. Por tanto, el volumen de recursos y el órgano que los gestiona no son la consecuencia de la función, sino su determinante máximo. Parkinson podría perfectamente haber enunciado, frente a Lamarck: “El órgano crea la función”.

La poda de Rajoy ha comenzado. Recortes de gastos, anulación de partidas, supresión de subvenciones, privatizaciones, cancelación de programas, retraso sine die de proyectos,… Pero no es suficiente: si el órgano permanece, la hierba volverá a crecer, advertía Parkinson. Por eso, la poda pretende alcanzar el corazón del asunto, fusionando o eliminando empresas, organismos, subdirecciones, direcciones, secretarías y ministerios. Y ya metidos en faena, no faltan voces políticas que jalean: ¿por qué no ocuparse de tribunales, municipios, Diputaciones, Parlamentos y hasta de las mismísimas autonomías? Pero, ¡cuidado!, que este frenesí podador no está exento de riesgos, toda vez que el jardinero realiza su trabajo no desde suelo firme, sino encaramado a lo más alto de un árbol. Y no vaya a ocurrir que, cortada la rama que lo soporta, dé con sus huesos en tierra.

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