Capitalismo de género
Se aproxima la huelga general y la gente busca aligerar los lastres reaccionarios del lenguaje. Así, “los trabajadores y las trabajadoras” es el mantra que florece en los medios, como hongo después de la tormenta.
Las reglas de la gramática se despeñan por una llambria insondable y vertical cuando algún portavoz renuncia a la construcción bimembre y prefiere la económica estructura “los y las”. Entonces esto se convierte en una mortífera ruleta rusa: “los y las trabajadores”, “los y las trabajadoras”, “los y las trabajadores y trabajadoras”, en una combinatoria cada vez más hiriente al oído, a la lógica y al decoro. Eso sin entrar en el terror de que, más allá de “trabajador”, anide, oculto como un alien, también un adjetivo: entonces la casuística compositiva deviene inenarrable.
Es curioso que nadie se cuestione por qué en esta novedosa carpintería el masculino precede siempre al femenino: los hombres y las mujeres, los trabajadores y las trabajadoras, los alumnos y las alumnas; al contrario, por cierto, de la norma tradicional (damas y caballeros, como entonces había). El nuevo y tosco estilo privilegia lo masculino: nunca se invierte esa humillante prelación. Lo cual exige, creo yo, medidas draconianas: salvada ya la invisibilidad de la mujer, se impone superar esta jerárquica inferioridad. No me explico por qué nadie ha caído en la cuenta del tamaño incalculable de esta afrenta.
Causa aún más asombro que, a pesar de la inquebrantable adhesión que profesan los sindicatos a la ideología de género (que es una ideología, conviene no olvidarlo), padezcan una transitoria obnubilación cada vez que deben aplicarla a sus terribles adversarios. El discurso está trufado de referencias a “los trabajadores y las trabajadoras”, pero estas laboriosas simetrías nunca se aplican a los propietarios del capital, que son siempre “los empresarios” o “los banqueros”. Nunca he oído proferir “los empresarios y las empresarias” o “los banqueros y las banqueras”, con olímpico desprecio de las vitales, dinámicas y activas asociaciones de empresarias que prosperan entre nosotros, o la realidad no menos contundente de Patricia Botín, símbolo de una prometedora hueste de banqueras que claman por sus justas e impostergables reivindicaciones de género.
Todo esto exige un golpe de timón en el vocabulario sindical para hacer visible a tanta propietaria de medios de producción. Así, en el batiburrillo de declaraciones, comunicados y notas de prensa, en la hormigonera de la aberrante jerga burocrática, en la túrmix de sustantivos y adjetivos profanados sin piedad por los navajeros de la lengua, quizás lleguemos al siguiente hallazgo: “los trabajadores oprimidos por las empresarias”. Y el autor de la herejía, consciente de la tunda que le espera entre los suyos, sentirá que su corazón se va encogiendo, como pétalos al contacto del fuego.
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