Ni sumisas ni invisibles
Un libro reconstruye el siglo XX de las mujeres en Galicia
A Angelita Varela le faltó tiempo para echar una mano en el golpe. Al quinto día puso 5.000 pesetas en la guarnición ourensana para que a los militares les sobrasen las razones. En la ciudad, decía la prensa local, solo dos personas se habían adelantado a la marquesa de Atalaya Bermeja. Su papel no había sido pasivo. Al contrario, podía presumir de haber estado allí en la primera hora. Como Gloria Arias, que un par de noches antes se había puesto a cortar líneas telegráficas y telefónicas en el Posío para que la salvajada no contagiase a la provincia. Como las once mujeres que a la misma hora, entre las dos y las tres de la tarde del 20 de julio de 1936, reunían armas en Seixalbo y registraban cualquier coche que entrara o saliera de Ourense por la carretera de Villacastín a Vigo.
El historiador Julio Prada cuenta en uno de los capítulos de As mulleres en Galicia no século XX (Ir Indo), elegido la semana pasada por la Asociación de Editores Galegos como el mejor libro educativo de 2011, el caso de su colega Giovanni Levi. El padre del italiano, partisano antifascista de Giustizia e Libertà, levantó acta de una época a través de su experiencia como guerrillero. Las páginas de su autobiografía, sin embargo, no mencionaban a su familia. A nadie. Tuvo que ser su mujer quien se encargase de contar, en otro relato, lo que había sido cuidar sola de tres hijos y soportar a los fascistas que fusilaban y quemaban las casas de los familiares de los huidos.
Contra la invisibilidad de la mujer en la historiografía y su retrato como agente pasivo se postula este ensayo dirigido por Prada y Jesús de Juana junto a otras cinco investigadoras. Desde las alumnas pioneras en la Universidad de Santiago en 1915 hasta la fundación de la Asociación Galega da Muller en mayo de 1976 y las primeras Xornadas Feministas de Compostela en abril de 1978.
La Segunda República propició avances legislativos a favor de la igualdad
De la batalla por los derechos políticos, que empiezan a legislarse de forma limitada en la dictadura de Primo de Rivera —Concepción Pérez fue la primera alcaldesa de Galicia, y se mantuvo en el cargo entre 1925 y 1930 en Portas—, hasta la eclosión del movimiento feminista tras la muerte de Franco.
A pesar de la complicidad con el golpe de Angelita Varela y otras mujeres de Acción Femenina Gallega, Prada advierte contra el vicio de interpretar el activismo católico del primer tercio del siglo XX —barrido después por la Sección Femenina de Falange y las agrupaciones tradicionalistas de mujeres, las Margaritas— como un simple reflejo de la manipulación del clero.
Eso es lo que ha hecho tradicionalmente parte de la historiografía. Lo mismo que las élites masculinas de la época: desconfiar de ellas. Carré Aldao, de las Irmandades da Fala, las emplazaba en 1923 a quedarse “en el santuario del hogar” para “cuidar de la cuna santa y sublime del amor a la patria gallega”. Gil Robles aún se refería así a las simpatizantes de Acción Nacional en 1931: “Yo no pido tanto para vosotras. No es propio de la mujer todo cargo que lleve consigo una jurisdicción, una autoridad política”.
La represión fue ‘generosa’ con ellas en raptos, vejaciones y violaciones
Además de “un motivo pintoresco y de broma”, como diría Clara Campoamor en un célebre debate parlamentario frente a los discursos misóginos de dos diputados gallegos, el progresista Roberto Nóvoa Santos y el cura Basilio Álvarez, la progresiva incorporación de las mujeres a los derechos políticos fue una piedra en el ojo de los partidos políticos. Los conservadores las arrumbaron en el gueto de las secciones femeninas. Los de izquierda, tanto burgueses como obreros, optaron por integrarlas como a cualquier militante, pero lejos de la jerarquía. Ni siquiera la II República, aunque dio amparo a múltiples avances legislativos, fue capaz de colmar las expectativas. Solo nueve candidatas resultaron elegidas en los comicios legislativos del régimen. Ninguna era gallega.
La represión sí fue generosa con ellas. Con las que se habían destacado en el proyecto republicano, como la viguesa Urania Mella, de la Agrupación de Mulleres contra el Fascismo. Con las que habían prestado apoyo a la resistencia frente a los golpistas, como las represaliadas en el barrio coruñés de As Atochas. Y con otras muchas que, al margen de su implicación en el antifranquismo, padecieron lo que María Victoria Martins llama “represión de género”. Torturadas, rapadas, violadas, exhibidas como trofeos y sometidas a la violencia estructural del franquismo durante otros 40 años.
Aplastadas por la dictadura como Cándida Rodríguez lo había sido por las balas de la Guardia Civil en septiembre de 1922 en Sobredo. Ni sumisa ni invisible, intentaba impedir que embargasen a un vecino que no había pagado el foro.
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