Idus de marzo
En este ruedo solo hay una platea de burócratas rellenando el crucigrama de su plan de pensiones
Permítanme que empiece esta vez por los clásicos, cada vez más necesarios en este mundo de pocas luces y menguada fe. Aun a costa de repetirla, la historia vale la pena.
Narra el gran Plutarco que avisado el emperador Julio César del grave riesgo que le acechaba con los idus de marzo (en torno al quince de martius según el calendario romano) acudió de todos modos al Senado confiado en su aureola invencible y se cachondeó un poco del pobre adivino diciéndole: “Los idus de marzo ya han llegado”. A lo que el adivino, que debía de ser gallego, ante tanta rechifla le espetó aquello de “han llegado pero todavía no han acabado”.
Aconteció el hecho en torno al año 40 antes de Cristo pero la leyenda sigue vigente en Hollywood, en Atenas, en Madrid y en Compostela. A tenor del anuncio presidencial también en una cámara romana (SPQ) en torno al 30 de este mes conoceremos tanto la gravedad del paciente como el alcance del recorte presupuestario, la miel y la cicuta. Nuestro emperador tiene a gala no haber consultado con ningún adivino sino que presume de la ciencia económica que chamulla en inglés Guindos y promete aquella docta conducta de no engordar la cuenta de beneficios de donde no se deduce que hay beneficios. Una teoría que me recuerda a otra hipótesis conservadora que maneja en otros terrenos de juego del Imperio el incombustible Clemente: “Empatando no se pierde”.
Todo muy teatral, grave y romano como acostumbra el de Pontevedra desde que tomó el mando y desfila al paso de las legiones. Ya digo que incluso Hollywood, tal vez mermado de ideas, anda al acecho de esta nueva reedición del ascenso y la caída del imperio romano (vale decir también del americano), pero el guion está servido. La plebe lanza pullas al yerno real a la salida del juzgado y la propia Corte Suprema se ve sacudida por los Idus: unos se sientan sin toga en el banquillo de los acusados, otros optan a la Sala Penal a pecho descubierto y algunos descubren en el vaivén de la calle Génova, entre la sede del PP y la Audiencia Nacional, que vienen gentes de Galicia y enseñan servilletas con cifras escritas en una gasolinera. Más trabajo para adivinos.
Los Idus, como decía el del Oráculo, han llegado pero no han acabado. Llegan imágenes de protestas de estudiantes ensangrentados que remiten al franquismo y otras de sindicatos que primero firman con los empresarios pero que luego llaman a la protesta, aunque me cueste pensar que lo primero no sea un impedimento de lo segundo. Y volvemos a las vueltas de la moviola, o como decía Rivas, de la Roda, ese gran invento de la humanidad: el naval de nuevo sin barcos y la pesca pendiente de resolución en el reparto de los mares; los medios en papel impreso salvando muchos bosques (sin duda la mejor noticia de la crisis laboral del periodismo) y la televisión pública estatal herida a muerte por la propia vocación de naufragio, en estos momento, de lo público, de todo lo público.
Mientras esto ocurre, ni aquí ni allá se adivinan paliativos, a no ser la buena marcha de los dos clubes gallegos en Segunda División, cuestión filosófica donde las haya, ya que consigue que el Dépor tenga más socios jugando contra el Alcoyano que en tiempos de Mauro Silva. Por si fuera poco, el nacionalismo se enfrasca en una lucha intestina contra sus propios demonios y, cuando hace falta realmente una bancada en la dura oposición, resulta que el muchacho de Os Peares les gana la mano a quienes deberían repartir cera. Baza de espadas, diría el maestro don Ramón, aunque en este Ruedo no hay ni carlistas ni afiladores, ni armas blancas ni damas negras, ni hogueras ni bradomines, solo un coro que aburre a las ovejas; ni siquiera un concurso de plañideras, solo una platea de burócratas rellenando el crucigrama de su plan de pensiones, consultando de reojo en la blackberry la fecha de caducidad de su escaño.
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