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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo público y su defensa

A ningún Gobierno le gusta adoptar medidas como las que todos están adoptando

Al igual que en otras cuestiones, los españoles tendemos a posicionarnos hacia los extremos cuando de los funcionarios públicos se trata. Hay, por supuesto, una visión peyorativa de larga tradición que se remonta al menos hasta Larra y su “vuelva usted mañana”, aunque la lectura del conocido artículo de El Pobrecito Hablador aclara inmediatamente que lo que don Mariano critica no es tanto la desidia administrativa como la pereza hispana. Una visión de la que ni el mismísimo Castelao escapa, ratificando su “hespañolidad”, con aquella cousa en la que afirma: “pois eu dígolle que os funcionarios inmorales son intelixentes, traballadores, van á oficina todos os días...”.

También hay una concepción positiva del funcionario como persona que sirve y persigue con objetividad el interés general, que es la que se incorpora a nuestra Constitución. En su artículo 103, la Administración se configura como el brazo civil del poder político que, al igual que el brazo armado en el modelo napoleónico que emula, se comporta siempre con la única finalidad de perseguir el interés general, con independencia de los posibles intereses individuales en conflicto. Un artículo el 103 que significativamente menciona entre los principios que rigen la actuación de la Administración pública el de “eficacia”, que significa hacer las cosas, pero que no menciona el principio de “eficiencia”, que significa hacer las cosas al menor coste posible. En cambio, la eficiencia sí es incluida en el artículo 31.2 de nuestra norma fundamental en relación con el gasto público, del que se predica que realizará una asignación equitativa de los recursos públicos y que su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía.

En el contexto de una crisis económica que está generando ajustes importantes en las plantillas de muchas empresas con el consecuente incremento del paro (sobre todo el juvenil), o alternativamente en las rentas de quienes mantienen su empleo (o autoempleo), todas las Administraciones se ven obligadas a la adopción de decisiones para dar cumplimiento a los principios de equidad, eficiencia y economía. Algo difícil de conseguir sin alterar los gastos en materia de personal cuando, como en la Xunta, superan el 40% del gasto autonómico total. Medidas como las que el Gobierno autónomo ha presentado al Parlamento para su aprobación, similares, por poner algún ejemplo de distinto color político, a las que se están adoptando en el País Vasco (pese a que su situación económico financiera es mejor); pero de mucho menor calado (no se tocan las nóminas) que las que están adoptándose en Cataluña, cuya financiación y capacidad tributaria es también muy superior a la gallega.

Como es fácil de suponer, a ningún Gobierno le gusta adoptar medidas como las que todas las Administraciones, aunque en distinto grado y con distinta duración temporal, están adoptando. Más bien, la estructura de incentivos de los decisores públicos democráticos de todas las ideologías (optimización de votos y ausencia de costes directos para el decisor) ha tendido a impulsar, en el pasado, todo lo contrario. Primero, mejorando las condiciones de trabajo de los empleados públicos en ocasiones sin vincular esas mejoras a incrementos del rendimiento. Segundo, y confirmando la hipótesis de Niskanen, aumentando las plantillas más allá de lo razonable en términos de sostenibilidad presupuestaria. Un rápido repaso a la evolución del número de empleados públicos y su coste presupuestario en los últimos años, sea cual sea la Administración que se elija (siendo la Xunta entre 2005 y 2009 un buen ejemplo), lo ratifica.

Los funcionarios son (somos) personas como todas las demás, que han (hemos) realizado un gran esfuerzo conforme la ley marca para acceder a un empleo en la Administración. Los hay extremadamente entregados, algunos tienden a escaquearse, y la inmensa mayoría cumplen sus obligaciones con diligencia y eficacia, muchas veces por motivación vocacional. Como en tantas otras cosas, los extremos son excepcionales, y no deben condicionar el juicio positivo global que los servicios públicos y sus empleados merecen de la sociedad que los financia. Una sociedad que también, y en el contexto de una crisis económica sin parangón histórico que reduce drásticamente los ingresos públicos, impone ganancias de eficiencia en el gasto público, precisamente para defender y garantizar la continuidad y sostenibilidad futura de los servicios públicos.

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