La torre, otra vez
Un rascacielos en Sevilla significa un ascenso, una mirada a lo alto, un alzar la vista y las narices para desintoxicarse del incienso y del dichoso aroma a azahar
La Torre Pelli de Sevilla va camino de ocupar un puesto en la mitología de la arquitectura, junto a las pirámides del desierto, las catedrales en que se cifran secretos alquímicos y aquella otra torre primigenia cuyos autores, en su locura, pretendieron hacer llegar hasta las mismísimas barbas de la divinidad. La Torre Pelli será llamada, digamos, la Torre Que Nunca Debió Existir. Está ahí, en la Cartuja, y cada vez más alta, pero no desde luego porque la animen a crecer. Todo empezó con el mismo proyecto, que despertó berridos y tirones de pelo en los despachos de urbanismo: Sevilla y rascacielos eran dos palabras irreconciliables, contradictorias, como el envés y el reverso de una moneda, como la inquietud y el olvido. La cosa prosiguió con el disparate de la Unesco: indiferente al hecho de que edificios mucho mayores y mal puestos habían arruinado ya las postales de otras ciudades de Europa y del mundo sin que nadie emitiera un mugido, los guardianes universales del patrimonio prohibieron la erección de la torre so anatema por los siglos de los siglos. Vinieron las disputas en los juzgados, los altercados entre constructores, delegados, Gobierno y oposición, defensores del arquitecto padre de la criatura o de sus némesis hasta que la cosa parecía haber llegado a un dique seco: no cabían más tonterías en este fondo. Pero ahora nos enteramos de que sí, que cabían. Resulta que, aparte de infringir normas terrestres de toda índole, entre las que se cuentan las de la armonía y la sensatez, la torre tampoco respeta las del cielo: el Ayuntamiento ha sido multado por injerir en el espacio aéreo con semejante mole. En confianza, me pasma que día a día la construcción siga aumentando de estatura, indiferente a la nación de criaturas oscuras que roen sus cimientos. Digo yo que alguna dentellada será la última, que habrá una alimaña final que morderá el pilar maestro y todo se vendrá al suelo, hecho escombros y polvo, como quieren los amantes de la horizontalidad. Mientras tanto, orgullosa, la torre resiste.
Parece que, en resumidas cuentas, la responsabilidad por este reciente despropósito ha de recaer en la anterior corporación municipal, que no solicitó los permisos necesarios para que la torre irrumpiera en el firmamento, pero en realidad la cuestión no es esa. Con la dichosa torre llueve sobre mojado desde tiempo ha: como en un mal chiste, como en una alegoría kafkiana, los sevillanos nos hemos acostumbrado a encontrar en la prensa, semana tras semana, noticias de los obstáculos metafísicos que la obra ha de ir venciendo para existir. Obstáculos, vacilaciones, inconvenientes que se condensan en uno: que una gran porción de instituciones locales, muchas de ellas asociadas al poder, no acaban de ver bien que Sevilla tenga un rascacielos. Porque Sevilla, dicen, es eterna, e introducir un grano de modernidad en su paisaje es recordarle maleducadamente que el tiempo corre, que las modas se marchitan, que las fotografías se vuelven amarillas y los metales crían moho sin remedio; un rascacielos en Sevilla es arrebatarle la primacía a la Giralda, esa otra añosa torre, cansadísima de ver santos circular bajo sus faldas, harta de soportar campanas y de recordar a los beatos y las beatas sus deudas con el otro mundo. Un rascacielos en Sevilla significa, como su propio nombre indica, un ascenso, una mirada a lo alto, un alzar la vista y las narices para desintoxicarse del incienso y del dichoso aroma a azahar que embriaga a los poetas de la tercera edad. En fin, lo creamos o no, en esa erección nos jugamos algo más que la absurda belleza del panorama; algo más que la oportunidad de mil leyes desorientadas sobre urbanismo y otras zarandajas; algo, en fin, que sólo las alturas nos pueden dar: la posibilidad de ver más y más lejos.
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