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Columna
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De una librería llamada Lagun

Cuenta Pietro Citati en su bella biografía sobre Kafka cómo todas las personas que le conocían tenían la impresión de que le rodeaba una mampara de cristal. Algo parecido nos pasa con Ignacio Latierro, el librero de Lagun. Siempre tenemos la impresión de que le rodea una estantería colmada de libros. Ésos que le acompañan desde aquel ya lejano 1968 en que nació Lagun en el número 3 de la Plaza del 18 de Julio (hoy, Plaza de la Constitución) y sin los cuales se nos mostraría desnortado y desvalido. La misma plaza por la que corría sus últimos Ehun metro el José Xuaxalagoitia de Saizarbitoria. Fueron algunos más de esos cien metros los que tuvieron que recorrer hostigados por noches de cristales rotos la sonrisa de María Teresa Castells (cofundadora de Lagun), Rosa (la silenciosa y leal compañera de libros y besos de Ignacio), el propio Ignacio y desde una distancia atenta, la mirada de gafas de José Ramón Recalde (álter ego de María Teresa). Pero, con eso y todo, en 2001 Lagun levantaba sus persianas casi siempre pintarrajeadas en el número 3 de nuevo, esta vez de la calle Urdaneta.

Lo que más sorprende al cruzar la puerta de la librería Hipótesis o de la librería Luna (como la disfrazaron Guerra Garrido en La soledad del ángel de la guarda y Tomás-Valiente en El hijo ausente) es el ambiente mezcla de memoria y olvido que se respira. Ese anhelado equilibrio tan difícil de alcanzar como las siete y media del juego de cartas o le mot juste para los literatos. Nuestro librero no se muestra ni justificador ni justiciero: recuerda lo necesario para no caer en la injusticia del olvido y olvida asimismo lo necesario para no caer en un infinito y paralizante pliego de cargos. Lagun no ha caído nunca en la trampa de la victimización, nunca ha querido esa “ilusión de centralidad” de la que habla la psicología, ese definirse de manera única, en este caso, por la identidad de víctima del terrorismo olvidando las otras muchas que la constituyen al verse asfixiada por esa dicotomía señalada por David Grossman: “La inhumana elección de ‘ser la víctima o el agresor’ sin tener una tercera alternativa más humana”. Esa alternativa más humana de la que han gozado librerías y libreros en otras tierras.

Y ahí siguen Rosa e Ignacio estirando su dignidad ya sin escolta. En una escena de Matar a un ruiseñor, el abogado Atticus Finch y sus dos hijos invitan a cenar a un compañero de clase de una familia depauperada. Nada más servir los alimentos, el niño invitado se abalanza sobre ellos con el hambre aplazada de cenas antiguas moviendo a la risa a los dos hermanos. En ese momento, su padre Atticus les dará una lección que siempre les habrá de acompañar: reírse del hambre de su compañero es como matar a un ruiseñor, ese pájaro que nos regala su canto sin pedir nada a cambio. Ignacio y su estantería colmada de libros y Rosa tantos años escoltados. Como matar a un ruiseñor.

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