Escala hasta la cima barroca
El convento de las Descalzas Reales, en la plaza de Celenque, atesora la mejor ornamentación del XVII
Es el momento. Visitar lo más bello de un Madrid sin sofocos masivos, viejo anhelo que todo lugareño anhela satisfacer cada año, es ahora posible. La temporada turística baja brinda una ocasión excelente. Uno de los principales tesoros artísticos madrileños se esconde en una plaza del corazón de la ciudad. Se halla situada apenas a un latido de la Puerta del Sol y de la Gran Vía. Lleva el nombre de las monjas franciscanas clarisas rigurosamente enclaustradas allí desde el siglo XVI. Son las Descalzas Reales. Su morada es un convento-monasterio de acceso, limitado, al público desde hace 50 años, encapsulado en el silencio, con fachada mampostera y una espadaña en piedra berroqueña que eleva el frágil tañido de sus campanas al cielo, en medio del trepidante fragor urbano.
Hoy viven y oran tras sus muros 19 monjas, todas españolas, de las 33 que admite alojar en su interior el añoso convento. Las edades de las religiosas oscilan entre los 40 y los 91 años. Cultivan un huerto de cuyas hortalizas se alimentan; rezan incesantemente y mantienen con una extremada limpieza las enormes estancias monacales que, en su día, abarcaban hasta la calle del Arenal, a unos 150 metros de distancia. Hay entre siete y ocho visitas diarias matinales y cinco vespertinas en temporada alta, todas ellas guiadas, para veinte personas. En temporada baja, como ahora, los grupos son mucho más reducidos. Visitar el convento cuesta siete euros. Se abre al público a las 10.30. Administra el monasterio Patrimonio Nacional.
El convento fue palacio de un contador real, Alonso Gutiérrez. Pero fue adquirido en 1557 por Juana de Austria, hermana de Felipe II, reina de Portugal y forzada regente de España cuando su hermano casó en Londres con María Tudor. Hija del emperador Carlos V, Juana, que había nacido en este recinto, encomendó al primer arquitecto del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, Juan Bautista de Toledo, y a Antonio Sillero la conversión del palacio en cenobio monacal. Lo hicieron en estilo renacentista toledano pero su ornamentación es de un siglo posterior, señaladamente barroca. Lo encargó la regente para retirarse allí junto a otras damas que decidieron entregar su vida a la oración. Para ello se trajo a una comunidad de religiosas desde Gandía. Al ser una Fundación Real, sus novicias, de hijas de la realeza y de la aristocracia, las dotes en obras de arte que aportaron a lo largo de tres siglos hasta el XIX crearon un legado de valor incalculable que se conserva casi intacto.
Un céntrico remanso
El monasterio fue fundado a mediados del siglo XVI por una hermana de Felipe II reina de Portugal y regente de España.
En el convento viven hoy 19 monjas, que cultivan un huerto del que se alimentan.
La colección de tapices, con cartones de Pedro Pablo Rubens, es una de las más ricas de Europa.
La entrada al cenobio cuesta siete euros y las visitas son guiadas.
Aunque hoy cabe visitar menos de una cuarta parte del monasterio, su contenido ornamental es tan deslumbrante que parece imposible que tanta riqueza pictórica, escultural y textil se acumule en un lugar así, donde el recogimiento, el frío de sus galerías y el silencio de una clausura impenetrable se enseñorean de tan recoleto lugar, a doscientos metros en línea recta de la Gran Vía. En su iglesia, de acceso público, se encuentra enterrado Alfonso Borbón y Dampierre, primo hermano del rey Juan Carlos, que murió decapitado por un alambre en una pista de esquí estadounidense. A su lado yace un hijo suyo muerto en otro accidente.
Naranjos en el claustro
Recibe al visitante del monasterio un claustro con una veintena de naranjos, con sus frutos de color encendido al aire de la mañana. Un proyectil de gran calibre, disparado por obuses franquistas desde la Casa de Campo, reventó en 1937 el ala sureste del claustro. Fue remozado en 1948. Contraventanas de madera oscura, estampada con casetones, trasladan al espectador hasta el siglo XVI. Ante el visitante surge una escalera de dos tramos con una jaspeada baranda marmórea, de tonos color avellana, presidida por un félido; sus peldaños son de un tempo majestuoso.
Ascenderlos con el ritmo que marca su metro y elevar la mirada hacia la bóveda procura un deleite difícil de gozar en otro lugar de Madrid: el techo se abre ante la vista del recién llegado con un rompimiento en gloria poblado de angelotes surgidos en 1684 del pincel de Claudio Coello, pintor de Corte de Carlos II, hijo de Felipe IV.
En los muros contiguos, aquel libertino monarca, con su mostacho rematado por afiladas guías, surge retratado por Antonio de Pereda junto a sus hijos Felipe Próspero, dos hermanitas y a su esposa, Margarita de Austria. Su efigie permite evocar los retratos del mismo rey debidos al impar Diego Velázquez. Una cohorte de nueve arcángeles, secuencia la galería que recorre los muros de la escalera, profusamente decorados con pinturas al fresco, temple a la cola y al huevo, además de óleo.
Restauración esmerada
La soberbia escala fue restaurada con evidente fortuna durante un año, tras un convenio suscrito entre Patrimonio Nacional y el BBVA, a partir de octubre de 2009 e inaugurada el pasado invierno. La limpieza aplicada ha sido también muy esmerada. Todo el oropel barroco de Madrid, a la sazón, siglo XVII, capital imperial del mundo, rezuma por la ornamentación pictórica que lame las paredes de esta insólita escalera, que conecta el claustro bajo con el alto y se ve ornada con abundantes trampantojos que engañan la mirada al convertir en verdaderas, falsas puertas, columnas y cancelas.
En la primera planta, cuya traza rectangular se despliega en torno al callado claustro de los naranjos, numerosas capillas exhiben estatuas cinceladas por Pedro de Mena, el también pintor Alonso Cano y Luisa Roldán, La Roldana, única escultora de la Corte del hijo enfermo de Felipe IV, Carlos II. Pese a la finura de sus labores, Luisa murió en la pobreza. El monasterio atesora una colección de más de 200 tallas del Niño Jesús, que formaban parte de los ajuares que las novicias aportaban al profesar. Capillas ricamente decoradas con marfiles, alabastros y maderas nobles, que dan forma a imágenes de vírgenes vestideras –las triangulares alcuzas- y numerosas otras advocaciones de santos y beatas, conforman un escenario donde la mixtura entre piedad monacal y un lujo extremado por el barroco de su imperante estilo genera un raro y mórbido impacto estético.
El genio de Rubens
El esplendor se presenta con todas sus credenciales en el antiguo dormitorio de las monjas, hoy desprovisto de celdas y transformado en una estancia de anchas dimensiones. Permanece en una penumbra débilmente iluminada, obligada por la naturaleza de las joyas que encierra sobre su suelo hoy magníficamente bruñido con un barniz propio, ideado y aplicado por la comunidad religiosa. El tesoro consiste en once enormes tapices flamencos, encargados por Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos y tejidos entre 1621 y
1630 por artesanos bruselenses como Van Raes, Verwoert y Geubels; los cartones, que fueron dibujados en su totalidad por Pedro Pablo Rubens, diplomático y pintor cortesano de Felipe IV, componen una excelsa alegoría eucarística. En pleno siglo XVII, el Papado autorizó que cada Viernes Santo de cada año, a las siete de la tarde, se celebrara una singular procesión, exaltadora del sacramento de la Comunión, por el interior recoleto de este convento madrileño. En clausura, rigurosamente vedada al público, cuelgan otros nueve magnos tapices del mismo autor tejidos por iguales maestros, así como numerosos lienzos de trasunto sacro. Artesonados, entablamentos, columnas y molduras en clave renacentistas tachonan un recinto conventual surcado de pasillos con frescos arrimaderos de cerámica de Talavera y Granada.
Su disposición, enfilada, permite hacerse una idea de cómo fueron las galerías del antiguo Alcázar de los Austrias, que ardió la noche de Navidad de 1734 en un incendio que duró una semana. Hay salas donde la historia emerge con todos sus enigmas: así, un retrato del misterioso hijo de Juana, la fundadora del convento, don Sebastián de Portugal, muerto a los 24 años de edad y desaparecido en combate en la batalla Alcazarquivir, en Marruecos, librada en agosto de 1578 y llamada también de los tres reyes que allí perecieron: el infortunado monarca portugués, así como el marroquí Mahmud II y el sultán Abdul. El deceso de Sebastián procuraría a su tío, Felipe II de España, la Corona portuguesa y la unificación ibérica. En un antecoro, se alza un sarcófago y a sus pies la lápida bajo la que reposan los despojos mortales de dos regentes del convento. Fueron obra de Juan Bautista Crescenci, que ideó también los sepulcros del Panteón de Reyes del monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Antifaces morbosos
En otra de las salas surge como un secreto indescifrable el cuadro El paseo de la emperatriz María; se trata de un lienzo de motivo diurno donde hasta siete mujeres y dos niñas de un largo cortejo con hombres, cubren por completo sus rostros con mórbidos antifaces. Es un paisaje bruselense, con personajes numerados, explica la conservadora Ana García Saiz, de Patrimonio Nacional. No parecen atuendos de carnaval; más bien se asemejan a los “papahígos” empleados entonces para guarecer la blancura de los semblantes femeninos, moda tan estimada en el Siglo de Oro español. Otras interpretaciones externas al convento –la explicación de la numeración personalizada desapareció- señalan que podía tratarse de hijas bastardas de la realeza o la nobleza, cuyos rostros no debían a la sazón mostrarse públicamente.
El ajuar pictórico y escultórico que alberga el convento es excelso: en un pasillo claustral, una Madonna de Bernardo Luini recuerda al excelso Leonardo Da Vinci, de quien fuera discípulo. Un San Francisco atribuido a Zurbarán y dos cuadros del taller del Greco se suman al legado pictórico monacal, donde abundan telas de maestros italianos y flamencos de trasunto sacro. Una talla de una Dolorosa de Pedro de Mena, con los ojos arrasados en lágrimas, adquiere extraordinario patetismo, dulcificado por la suavidad de un semblante delicadamente cincelado, cuyo óvalo envuelve una toca de volátil verde turquesa. En otra sala, el retrato ecuestre al óleo del rubio cardenal-infante don Fernando de Austria, apuesto hermano de Felipe IV, que encaramado en un bruto piafante restalla victorioso en la batalla de Nordlingen, muestra la inconfundible impronta del mejor Rubens.
Culmen de este prodigioso museo barroco es la sala donde se exhibe un pequeño lienzo de Luis Morales, El Divino, que representa una virgen de exquisita dulzura. Al fondo de la misma sala, sobre un paño encarnado tachonado por una águila bicéfala dorada que lo realza, El tributo del César, de Tiziano cuelga ubérrimo del muro invitando, desde el cromatismo violeta de un manto de Cristo, a extraviarse por la belleza de su almidonada textura y a perderse en los insondables recovecos de un tiempo ido, cuyo latido aún destella en el corazón de Madrid.
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