Aldonza, Dulce, Dulcinea (A la manera de las novelas ejemplares)
Carme Riera imagina a la protagonista femenina de 'El Quijote' enamorada de los libros de caballerías
En un lugar de la Mancha, llamado Toboso, a pocas leguas de Esquivias y menos de Yeles, a tres y a cinco de otros pueblos vecinos, a cuyos nombres no hace falta que me refiera, pues paréceme que no es necesario tomar en consideración lugares tan secundarios, aunque puedo asegurar que de algunos de ellos prefiero no acordarme y de otros los cronistas que tratan de esta verdadera historia los dejan en suspenso.
En el Toboso, pues, vivía no ha mucho una jovencísima muchacha, casi una niña, de hermosura extremada. Tanto era así, que todos cuantos se acercaban a ella no podían hurtarse a llevarse consigo su imagen grabada en el alma. Aun estando lejos la seguían contemplando con el deseo de hacerla suya y poder sentirse poseedores de los encantos que, vetados a las miradas codiciosas por el jubón y la basquiña, la camisa y los voluminosos refajos bajo la saya, guardianes celosos de sus ocultas gracias, trataban de adivinar cuando se la encontraban en la iglesia o se la cruzaban por la calle o la topaban, haciéndose los encontradizos con alguna excusa, en los campos de su padre a los que ella acudía presta y sin hacerse nunca de rogar, siempre que la llamaban, especialmente, cuanto se trataba de salar puercos, a lo que jamás hizo ascos ni le pareció trabajo desapropiado para sus manos finas, delicadísimas manos de nieve no pisada, manos hechas para acariciar más que para salar.
Muchos de los solteros del pueblo y sus alrededores esperaban, pues todavía era muy niña para el matrimonio, convertirla con el tiempo en su esposa. Y los que no lo eran, los casados, no se atrevían a confesar el secreto deseo de que una viudez próxima les permitiera casarse de nuevo con la doncella de sus pensamientos. Pero ella, tal vez por su extremada juventud, frisaba por entonces los doce años, estaba ajena a cuantos estragos causaba. Por el contrario, ni siquiera se había dado cuenta de la admiración que despertaban sus cabellos dorados, su tez blanquísima y el talle delicado, desacostumbrados en una campesina y tan distintos a los de sus morenas y achaparradas hermanas.
La fama de su belleza había extralimitado los contornos del Toboso y era reconocida desde los Campos de Montiel hasta las Lagunas de Ruidera e incluso más allá del extenso territorio de la Mancha, tanto de la de arriba como de la de abajo.
He oído contar, aunque no lo puedo dar por cosa cierta y probada, que algunos correos que desde la Corte se dirigían a Sevilla para embarcar hacia las Indias, o desde Sevilla ponían rumbo a Valencia o a Barcelona, se desviaban del camino real para, dando un rodeo, acercarse a contemplar el prodigio de tan ponderada belleza. Y así poder juzgar con conocimiento de causa si verdaderamente la del Toboso era una nueva Venus manchega, nacida de la toba, o quizás una nueva Eufrosine, de la familia de las tres gracias, o una ninfa delicada de las que a veces salen en la ribera del Tajo toledano para pasar la siesta, bajo los frondosos troncos, tejiendo con hilos de oro ricos tapices.
Era Aldonza quien con más gusto escuchaba la lectura; lo que oía tomaba por cierto
Sin embargo, otros, que no son del Toboso ni de la Mancha ni tienen que ver con ella, contradicen tales versiones y afirman que la labradora de nuestro cuento era del montón. Graciosilla por su extrema juventud, aunque más bien rechoncha que esbelta, de tez oscura, cejijunta y algo desdentada. Aseguran también que los correos que se desviaban alguna vez hacia el Toboso no lo hacían por ella sino por otras razones que es preferible callar.
Cuentan que su nombre era Aldegudina, aunque no todos los que relatan los pormenores de su vida estén de acuerdo. Algunos aseguran que no se llamaba así sino Aldonza, ya que por Aldonza era más conocida entre sus parientes y vecinos. A decir verdad, Aldegudina y Aldonza mucho tienen en común, tanto como Santiago y Diago e igual que estos nombres provienen del mismo tronco.
Según algunas averiguaciones que he podido hacer, Aldegudina y Aldonza derivan de una misma raíz visigótica, lo que prueba su origen limpio a carta cabal, cristiano viejo y no mezclado de judío o moro. Por más que uno de los cronistas que de esta historia trata, el historiador arábigo Cide Hamete Benengeli, advierta que hay mucho de morisco en su nombre pues empieza por Al, como en tantos otros en nuestra lengua. Comenzando por ala, alacena, alcalde y siguiendo por almóndiga o albóndiga, que de los dos modos lo he oído decir, y acabando por una caterva de als, que sería del todo ocioso transcribir aquí. Benengeli añade, igualmente, que también era llamada Aldolça —eso es Aldulce—, derivado de una unión morisco-catalana, proveniente de los nombres de las reinas Dolças que de aquellos condados, otrora pertenecientes al antiguo reino de Aragón, llegaron a Castilla y a Portugal, desposadas con reyes de aquí y de allá.
Dícese en los pliegos en los que queda consignado parte de este relato, que por otro lado algunos también transmiten de viva voz —pues tiene tanto de peregrino y extraordinario, que nadie que lo conozca puede hurtarse a transmitirlo—, que Aldonza, Aldegudina, Aldolça, o como quiera que fuese llamada, era hija del bueno de Lorenzo Corchuelo, que, aunque no era rico, tenía buenas tierras de labranza, heredadas de sus mayores, un buen nutrido ganado de ovejas merinas y media docena de cerdos. Engordados estos con las bellotas que producían las encinas centenarias también de su propiedad, daban buenos perniles, en las matanzas de noviembre, que todos los años congregaban a numerosos invitados, pues era hombre liberal y hospitalario en demasía.
Casó Lorenzo Corchuelo con Francisca Nogales, que había sido moza frescachona, y de muy buen ver, aunque no tanto como su hija, pero sin dote, porque era huérfana, prohijada por su tía soltera, ama del cura del Toboso, en cuya casa se crió, ayudando en las faenas domésticas.
El cariño que le tenía el señor cura a la muchacha, que era mucho, algunos decían que tanto como el que suelen tener los padres a los hijos, era de sobra correspondido por esta. Por ese gran apego, él le pidió que después de casada, todas las tardes, tras del rezo del rosario, acudiera a pasar con ellos la velada. Los sábados, además, se la invitaba a que compartiera los duelos y quebrantos de la cena que su buena tía guisaba para el mosén, hombre dado, en la medida de su peculio, a los placeres de la mesa. Así también, con su marido, primero, y después con los hijos que fueron llegando, dos Corchuelos varones y tres hembras, Francisca Nogales frecuentaba a los suyos casi de continuo. No solo por el afecto que le tenía a su padre putativo y a su tía sino por lo entretenido que resultaba, que, al amor de la lumbre, en invierno, y a la del aire fresco del patio, en verano, el señor cura les leyera libros de caballerías o de pastores, según las épocas.
Era Aldonza, entre los Corchuelos y Corchuelas, quien, juntamente con su hermano Sansón, con más gusto escuchaba la lectura. Le parecía que lo que el cura iba sacando de las páginas de los libros, que solía llevar en el bolsillo de la sotana, junto al rosario y algún rabanillo, castaña pilonga, o higo seco, dependiendo de las estaciones, con que apaciguar sus hambres, que eran muchas, tenían que tomarse por cierto, probado y seguro.
A veces comparecían otros aficionados a ese tipo de libros, entre los que se encontraba Alonso Quijano, o Quejano, hidalgo de un pueblo vecino, que estimaba en mucho las historias de los caballeros. Miraba con ojos golosos a Aldonza y disertaba con pasión sobre las extraordinarias aventuras de los andantes, una vez acabada la lectura, que la concurrencia escuchaba con mayor atención que los piadosos sermones que habían dado fama al cura por toda la Mancha, pues era hombre docto, buen conocedor de las Sagradas Escrituras y graduado por Sigüenza.
Alonso Quijada o Quesada, cuyas visitas, de tarde en tarde, al Toboso eran muy bien recibidas, consideraba que los méritos de Amadís eran superiores a los de cuantos andantes poblaban la tierra. El cura, en cambio, tenía en mucho a Artús de Algarbe y a Oliveros de Castilla. El Caballero del Febo era el predilecto de Corchuelo padre y de Sansón y de Antonio, Corchuelos, hijos. Pero no de Francisca ni de Aldonza Aldegudina Aldoça que, para hacer honor a su nombre, gustaba especialmente de páginas más dulces, en las que los caballeros dicen lindezas a sus damas, las requieren de amores bien de manera directa, bien indirecta, mediante misiva o billete. Entre todas las amadas de los caballeros, era Oriana, la hija del rey Lisuarte de la Gran Bretaña, su predilecta y hubiera dado cuanto tenía por parecérsele y sobre todo por encontrar un Amadís que peleara por ella como este peleó por su señora, rescatándola y llevándola a la Ínsula Firme, pues estaba segura de que en el Toboso todos cuantos querrían desposarla serían incapaces de acometer semejantes proezas.
Aldonza, contrariamente a Francisca Nogales, que prefería los libros de pastores a los de caballerías, se moría por estos. Se los sabía de memoria, de principio a fin, solo con haberlos oído leer, aunque en honor a la verdad debo consignar que la biblioteca del cura era escasa y la lectura por tanto repetida. Fuera por haber escuchado tantas veces lo mismo, fuera porque como labradora rica estaba las más de las veces ociosa, su cabeza se había llenado de princesas y emperatrices y había empezado a preguntarse si acaso ella no pertenecía a su estirpe.
Una buena mañana, el espejo, sumiso a su hermosura, pareció confirmarle lo que ella venía pensando desde hacía meses, desde que dejó de ser una mozuela para convertirse en mujer: ella no tenía que ver con los Corchuelos del lugar, ni Lorenzo Corchuelo ni Francisca Nogales eran sus padres verdaderos. Ella había venido al mundo entre las holandas finas en las que paren las princesas y no por el agujero de la silla paridora que usaban en el Toboso. Ella tenía que ser hija cuando menos del emperador de Trapisonda que, por circunstancias del todo adversas, no había tenido más remedio que abandonarla bajo una toba de las muchas que por allí crecían si es que no había sido robada de su cuna real en la misma Gaula.
Su cabeza se llenó de princesas y empezó a preguntarse si ella no pertenecía a su estirpe
Precisamente por aquellos días, en que los pensamientos de ser otra la habían aquejado sin darle tregua, sumiéndola en una enorme melancolía, Lorenzo y Francisca pensaron en que una boda le devolvería la alegría y escogieron para ella a uno de sus pretendientes más ricos, hijo de unos labradores amigos de una aldea vecina, con lo que aseguraban que podrían verla a menudo. Así la dotaron de manera generosa pues, como se ha dicho, y en eso coinciden todos los que de esta historia tratan, los Corchuelos tenían más que un buen pasar. Pero Aldonza rechazó al elegido de inmediato. Del mismo modo se negó a admitir a otros posibles candidatos que habían esperado con paciencia que llegara a la edad de merecer. Con semblante altivo, aseguró que solo estaba dispuesta a aceptarlos si se hacían por un tiempo caballeros andantes, tomándola a ella por señora de sus pensamientos. Como los de los libros hacían con sus amadas, debían enviar al Toboso a rendirle pleitesía, en prueba de que habían cumplido su misión, a quienes hubieran sido vencidos en buena lid. El primero que así lo hiciera tendría la recompensa de su principesca mano.
Ninguno de sus vecinos, por más que admiraran su belleza, que la pubertad estaba volviendo un poco hombruna, dicho sea de paso, codiciaran también la buena dote e incluso los bienes que cuando muriera Corchuelo habría de recibir en herencia, aceptó tal propuesta, teniéndola por absurda y a ella por loca rematada.
De manera que Aldonza, despreciada por los mozos de su pueblo, los despreció a la vez y dio en pensar que quizá solo el amigo de su tío, siempre amable con ella, ducho en andantes, gran admirador de Amadís igual que ella de Oriana, sería capaz de emprender, por su amor, las aventuras que ella solicitaba, aunque jamás pudo decírselo puesto que no le volvió a ver.
Para tratar de que olvidara su manía, fue encerrada por los Corchuelos en un aposento aislado del que solo se le permitía salir acompañada cuando se la requería para salar puercos, sin dejar que acudiera a la tertulia del cura, donde este continuaba leyendo libros de caballerías. Nunca supo que Alonso Quijada o Quesada la tuvo por la señora de sus pensamientos, la llamó Dulcinea del Toboso y dispuesto a morir por ella, en la defensa de su belleza, la consideró la más hermosa mujer del mundo. Tampoco que, en efecto, los Corchuelos habían recibido una suculenta cantidad por prohijarla y por callar que descendía por línea directa de Amadís.
Carme Riera és escriptora, membre de la RAE i experta en l’obra de Cervantes.
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