Ir al contenido
_
_
_
_
TRIBUNA LIBRE
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Otra Rusia

¿Qué hacemos entonces con todas esas obras de arte rusas que hemos amado y nos han acompañado a lo largo de nuestras vidas? Nos negamos a acatar esa imposición dictatorial y nos aferramos a la capacidad liberadora del arte y a su denuncia del salvajismo

Objetos personales de Joseph Brodsky, en el Museo Anna Ajmátova de San Petersburgo (Rusia).

Todos los que amamos la mejor cultura estado­unidense nos preguntamos cómo es posible que el mismo país que ha generado esas obras de la máxima elevación estética y espiritual sea el mismo que ha elegido como presidente a alguien tan zafio, inculto, brutal y ultraderechista como Donald Trump, capaz de poner en jaque valores que parecían intocables y que eran y son el sostén de cualquier democracia con solera que se precie. Del mismo modo, todos los que amamos la mejor cultura rusa estamos inmensamente desolados al ver que Rusia de nuevo es una dictadura ultranacionalista e imperialista capaz de desencadenar una guerra que ya ha causado decenas de miles de muertos y que —según la Corte Penal Internacional— ha convertido a su promotor, el dictador Vladímir Putin, en un criminal de guerra.

¿Qué hacemos entonces con todas esas obras de arte rusas que hemos amado y nos han acompañado a lo largo de nuestras vidas? La cultura no instrumentalizada por el poder, la cultura independiente, la que no se sometió, la que sobrevivió como pudo, la que fue perseguida y sigue siendo perseguida… El dolor es tan grande que estamos tentados de tirar la toalla, abandonarlo todo, y dejar que el país se hunda definitivamente en la peor de las tinieblas, con el concurso además de nuestra deserción, llena de rencor y resentimiento (por no decir casi de odio). Ya no queremos saber nada de esa cultura rusa universal porque parece que está manchada de sangre, aunque sea terriblemente injusto decirlo así…

En cualquier instante de zozobra, en medio de las horrendas imágenes de destrucción y muerte de cualquier ciudad ucrania por parte del ejército ruso —Bucha, Izium, Mariupol—, vamos a nuestras devociones, abrimos los libros, u oímos partituras, o vemos cuadros, o películas, y caemos rendidos ante semejante grandeza

Y ciertamente lo es porque, en cualquier instante de zozobra, en medio de las horrendas imágenes de destrucción y muerte de cualquier ciudad ucrania por parte del ejército ruso —Bucha, Izium, Mariupol—, vamos a nuestras devociones, abrimos los libros, u oímos partituras, o vemos cuadros, o películas, y caemos rendidos ante semejante grandeza y nos decimos que los valores que están implícitos en esas creaciones no tienen nada que ver con el salvajismo atroz de la política que se ejerce en su nombre, porque la brutalidad somete por medio de la fuerza todo lo que escapa a su dominio. El silencio es su arma favorita y la manipulación también. No hay ni puede haber más Rusia que esta, la del horror, la dictadura y la muerte. Sin embargo, nos negamos a acatar esa imposición dictatorial y nos aferramos a la capacidad liberadora del arte y a su implícita —o explícita— denuncia del salvajismo que usurpa con su fuerza destructiva los dominios de la civilización, la justicia y la humanidad, exactamente los mismos que reclaman las obras de arte que, a pesar de todo, siguen interpelándonos (un poema, un cuadro, una narración, un drama, una película, una partitura, una coreografía…).

Si no actuáramos así, Antón Chéjov se dolería profundamente porque cederíamos la capacidad redentora de sus escritos a la brutalidad que usurpa su terreno, valiéndose de una horrenda homonimia: la única forma de ser ruso en el mundo lo decide la fuerza y su imperial ideología. Y lo mismo pasaría con poetas como Marina Tsvietáieva o Anna Ajmátova, que conocieron la dictadura soviética y la sufrieron a fondo, pero cuya obra se alza soberana por encima de semejante oprobio y nos libera de la dictadura misma, y de todos sus atroces crímenes. Si las leemos hoy, caemos en la cuenta enseguida de que en su sangre hay otra Rusia posible en cuanto que denuncia los horrores perpetrados no solo por Stalin sino por un heredero suyo como Putin, y abre otros caminos a la experiencia humana, incompatibles con la dictadura y la guerra.

Los poetas Ósip Mandelstam o Joseph Brodsky —premio Nobel en 1987— tampoco nos perdonarían que olvidáramos su lucha por restablecer la dignidad humana en los tiempos oscuros que les tocó vivir. Mandelstam sufrió uno de los múltiples destierros gratuitos impuestos por Stalin, y en esa reclusión escribió para la esperanza —poco antes de morir: no salió de su encierro— un fantástico Cuadernos de Voronezh, y Brodsky —una vez que le echaran a patadas de la URSS en 1972— también dio cuenta en sus escritos de una grandeza humana que está muy por encima de la oscuridad de la dictadura comunista que le expulsó y que le condenó a no volver a ver nunca más a sus padres.

Por tanto, superados los bajones que provoca la dictadura y la guerra de Putin, comprobamos que hay otra Rusia posible y que debemos aferrarnos a ella con todas nuestras fuerzas. La Rusia por la que luchó Alexéi Navalni, pagando con su vida por ello, y dejando un legado imperecedero de esperanza, seguro que fecundo. O la Rusia que también quiso Gorbachov o mucho antes Tolstói, muy distinta de la que hoy oprime, persigue, envenena, mata, encarcela, prohíbe, desata una guerra injusta y comete crímenes contra la humanidad. Le escribió Tolstói en 1902 al zar Nicolás II —a cuya coronación en Moscú se negó a ir—: “No se puede mantener esta clase de gobierno… más que con la violencia… y con toda clase de medidas brutales… Las expulsiones, las ejecuciones, las persecuciones, la prohibición de libros y periódicos…”.

Lo escribió. No es un sueño.

Ángel Rupérez es escritor y crítico literario. Sus últimos libros son ‘Poemas reunidos’ (Casi una Leyenda, 2024) y la novela ‘Esencial azar’ (Editorial Cántico, 2025).


Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_