Bienal de Lyon: los poderes ilimitados del arte para replicarse
La cita, una de las más importantes de Europa, se inscribe en la repetición habitual que distingue a estos grandes encuentros del sector. Solo un puñado de obras de primer orden salvan a esta convocatoria de la banalidad
Una bienal de arte es, antes que un lugar, el momento en el que un ser humano y otro que no está presente están más cerca. Si bien la definición podría encajar en la acción de leer, mirar un cuadro o una escultura, lo que identifica a este tipo de eventos fugitivos es la capacidad del narrador o narradora (el comisario o comisaria) de articular, más allá de cualquier cliché, los puntos críticos de la historia de ese encuentro plural que la hagan extraordinariamente audaz, exacta y sugestiva. Una aspiración que cumplen muy pocos, de manera que estos acontecimientos artísticos, que condensan decenas de obras de autores de diferentes culturas, terminan en ripios que encima leemos con acento severo y sapiencial. Apenas se distingue alguna cría de cisne entre los patitos del estanque. Todas acaban pareciéndose, particularmente en su intrascendencia.
Es difícil escapar de la circularidad viciosa con la que se publicitan estos magníficos especímenes estéticos, por más que se apele a la singularidad del lugar (la ciudad), los artistas (en activo o ya desaparecidos), a ese nuevo comisariado (que siempre estuvo del otro lado de la historia), a los apabullantes escenarios posindustriales que se comen las obras y todos esos personajes secundarios, tribus de artistas y curadores de moda, galeristas, periodistas, también críticos de arte, puntuales y cariñosos, hola y adiós, que no acaban de encontrar casi nada satisfactorio (aunque dejar de acudir a estas citas no es para ellos una opción estética). Adecuadamente escenificadas para una amplia escala de espectadores teatrales, tienen más de juego infantil que de tesis visual sobre un momento determinado de la historia, que nos conecta con los hitos actuales o nos prepara para un futuro espeluznante.
Las bienales son ripios con acento severo y sapiencial. Apenas se distingue alguna cría de cisne entre los patos
En el caso de la Bienal de Lyon, una de las citas más destacadas del continente, su constancia no está en el lema de su 17ª edición, Les voix des fleuves/Crossing the water (las voces de los ríos/cruzando las aguas), sino es su perspicaz aproximación al arte que se practica en territorio francés. Aun cuando se trata de una bienal internacional, aparece como un monólogo artístico que se transmuta y cambia para contemplar la posibilidad de ser ese otro. Este, precisamente, ha sido el éxito del arte que ocurre en Francia desde que se convirtió en epicentro mundial de lo nuevo (modernidad, vanguardias), y aspira a seguir siéndolo, más tras el declive de Berlín, con un número significativo de artistas de todo el mundo que buscan en la ciudad del Sena el monstruo de las profundidades: el éxito.
Ahora son dos ríos diferentes, el Saona y el Ródano, los que proveen el marco para la bienal que nos ocupa. Lyon, la ciudad gourmet, cuna de Paul Bocuse, carece de la melancolía estética de la capital francesa. Epicúrea y materialista, prefiere los placeres más modestos, y así es su bienal, donde confluyen ideas plásticas muy sencillas que orillan contados momentos privilegiados. El reclamo de esta edición es explícito: allí donde confluyen las aguas fluviales de Lyon y su área metropolitana, hay nueve espacios de exhibición en edificios posindustriales, centros de arte y museos de historia, un centro gastronómico, estaciones de metro y algunos jardines. Allí se exponen 76 artistas y 280 obras, de las que 70 han sido producidas para el evento. La comisaria escogida es Alexia Fabre, actual directora de la Escuela de Bellas Artes de París.
En el marco de una bienal es posible encontrar un número indeterminado de piezas hechas a escala de la persona, la viveza con la que una obra se dirige al espectador, le habla a los ojos, a los oídos, a la mente y, en consonancia, despierta respuestas —una energía— en el cuerpo. En Lyon destacan solo unas pocas entre un conjunto notablemente pobre, pero éstas son extraordinarias, y lo serían aún más si se exhibieran ajenas a todo el ruido visual que las envuelve.
En el imponente Les Grandes Locos, un antiguo hangar de mantenimiento de trenes eléctricos que este año se estrena como sede principal de la bienal, Deimantas Narkevicius firma la videoinstalación Stains and Scratches (2017), que usa la ilusión estereoscópica para evocar un episodio memorable de la cultura underground de Lituania, cuando un grupo de estudiantes de arte de principios de los setenta reconstruyeron el concierto de Jesucristo Superstar con el único material de un elepé en vinilo, que fue grabado en una cinta de Super 8 sin sonido, y que el artista recupera en una proyección 3D.
Tras el declive de Berlín, un número significativo de artistas internacionales buscan el éxito en Francia
La pura ingenuidad de esta reconstrucción conmueve en nuestra época, en la que las aspiraciones políticas y artísticas de los jóvenes aparecen y se diluyen enseguida en el silencio e inercia de los media. Sentimos un efecto parecido en las antiguas zonas de aseos, donde el checo Pavel Büchler lleva la instalación sonora LIVE, con grabaciones de las respuestas del público (canturreos y aplausos) durante conciertos de jazz, rock y clásica en festivales y clubs privados ocurridos en décadas pasadas. Las esculturas textiles de la griega Nefeli Papadimouli pueden ser “activadas por performers y recuerdan tanto a la lucha obrera como las vanguardias utópicas. Particularmente emotiva es la Texture of Memory del sirio Majd Abdel Hamid, que conecta los tejidos tradicionales hechos por mujeres palestinas con los de maquinarias textiles de Lyon basados en telares Jacquard.
En el MacLyon, museo de arte contemporáneo de la ciudad, consuelan los trabajos de Chantal Akerman, Christian Boltanski y Annette Messager. De los dos últimos, que fueron pareja hasta la muerte del primero en 2021, sus recuerdos en forma de dibujos y fotografías a cuatro manos de su viaje de bodas a Venecia, cuando la ciudad la poblaban palomas y unos cuantos miles de turistas. En el Instituto de Arte Contemporáneo (IAC), Anastasia Sosunova recupera con una extraña sensibilidad los grafitis de la antigua imprenta donde se publicó la primera revista gay de Lituania. Y en la Cité Internationale de Gastronomie, el propio edificio del Grand Hôtel-Dieu es la obra de arte, con su Atlas Internacional de la Gastronomía. El resto es relleno, propio de esa dinámica bienalista tan cansina de grandes telas y abalorios colgantes que llamaremos efecto Vasconcelos. La enésima prueba de los poderes ilimitados del arte para replicarse.
Les voix des fleuves/Crossing the water. Bienal de Lyon. Hasta el 5 de enero de 2025.
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