‘Por amor al cante’: vanguardia y tradición en las peñas flamencas
Israel Fernández y Antonio el Relojero firman un disco íntimo que rinde homenaje a estos templos del cante. El resultado, desprovisto de artificios, suena a noche flamenca
Dice Israel Fernández que en el cante del primer tema de su nuevo disco, una taranta titulada ‘La señorita’, hay “nobleza, admiración, cariño y respeto”. La misma que ha motivado la salida de este disco cargado de significados colectivos e individuales. Por amor al cante es un homenaje a las peñas flamencas, grabado en directo en esos lugares donde el público se arremolina motivado por la afición. Un concepto que tiene una categoría especial en el mundo flamenco. Las peñas, donde se juntan peñistas y aficionaos, son la fuente de la que mana un amor especial por la música, un conocimiento que se alimenta allí mismo, desde la cercanía. Una forma de agregación poco habitual en nuestros tiempos. Algunas de las peñas que tienen más renombre fueron construidas colectivamente para rescatar del olvido el flamenco, un arte centenario que bebe de numerosas fuentes y palos y es allí donde se mantienen vivos.
Esa atmósfera se desarrolla en templos erigidos fundamentalmente en honor al cante, cada uno con su propia historia. Israel Fernández nació en 1989 en Corral de Almaguer, en la provincia de Toledo. Con el veterano tocaor El Relojero, nacido en el madrileño pueblo de Colmenar de Oreja hace 68 años, visitó varias peñas flamencas, en un periodo de dos años.
De ese recorrido de la pareja surge este proyecto discográfico. Israel Fernández es un artista consagrado. Su calendario de actuaciones está colmado de citas, muchas de ellas en grandes escenarios internacionales, y hasta este último trabajo lleva seis discos de estudio, algunos de ellos con premios y reconocimientos. Su nombre aparece con letras doradas en críticas y hay consenso en que su voz “puede llegar donde él quiera”, como apunta un veterano programador flamenco. En ese sendero, este disco aparece como un alto en el camino. Una llamada de atención al público para advertir que lo suyo es la silla de enea, la guitarra para apoyar el cante y el silencio de los lugares recogidos donde la escucha es sagrada.
Para Israel no es contradictoria esa diversidad de escenarios: “Simplemente, que uno va de una forma creciendo, va llenando más público y tiene que hacer otros festivales. Pero en las peñas yo me siento más libre, me siento en mi casa, porque es de donde yo vengo”. En este trabajo se ha separado de su habitual tocaor, Diego del Morao, para lanzarse a la carretera con un veterano aficionao. La gira incluyó el Teatro Flamenco Madrid, organizada por el Círculo Flamenco, las peñas Fernán Núñez y El Almíbar de Córdoba, la Buena Gente de Jerez, Casabermeja de Málaga, El Morato de Almería y La Platería de Granada. Siete lugares con poso, donde se exige. A partir de todo lo que sonó en esas siete veladas se compuso el disco.
“En las peñas me siento más libre, es de donde vengo”, dice Israel Fernández. “Son lugares que te obligan a tener los pies en el suelo”
Este trabajo cumple, además, con un deseo compartido desde hacía tiempo. Israel y El Relojero tenían una cita pendiente desde hacía 15 años. El cantaor de Toledo, con ascendencia andaluza, le eligió por casualidad para que lo acompañase en el concurso de una peña, donde ganaron el primer premio. A partir de ahí confabularon para hacer algo juntos, pero el madrileño le dijo a Israel que tenía otra prioridad: cuidar a su madre enferma en el pueblo que le vio nacer. Así se hizo.
El Relojero es un hombre sabio. Ha escuchado a los clásicos y se alimenta de la sabiduría de “los antiguos”, su gesto es el de los tocaores viejos, aquellos que sujetan la guitarra con la cabeza mirando al cielo: “Hay que escuchar mucho cante, saber cómo va eso. Y luego, eso sí, entre copla y copla, meter alguna falseta, pero no meterse a hacer un solo de guitarra, porque el cantaor es la figura”. Lo cuenta El Relojero vestido de traje, con voz profunda y mirada serena. “Antes, el guitarrista ni salía en los discos”, apostilla con media sonrisa.
Israel Fernández es probablemente el ejemplo más claro de la mezcla entre vanguardia y tradición del nuevo flamenco. Conoce los cantes y los palos, los estudia cada día, los revisa y luego los lleva a su voz. Camarón, Porrina, Morente o La Niña de los Peines están en su lista de reproducciones. Ha realizado composiciones propias que van más allá de las referencias ya conocidas, entre las que ha incluido el sufrimiento de las personas migrantes o las penas de su propia gente, el pueblo gitano. Su porte, además, reivindica la elegancia como inspiración, el cuidado por la imagen, el arte como carta de presentación antes incluso de subir al escenario. “Viene impregnado en mí. Mi forma de ser es el flamenco”, dice, acompañando la frase con gesto serio, como si estuviera rumiando las palabras.
Este trabajo, de buena factura, es un alto en el trayecto, un regreso a la esencia, una forma de reivindicar su lugar en el mundo. Canciones populares en un disco austero, de tiempo limitado y ambientación clásica que cuenta con cinco cantes: taranta, soleá, granaína, seguiriya y fandango. Le acompaña al toque una presencia ya casi desaparecida, la del tocaor únicamente tiene ojos para el cante, la del sabio que rasguea las cuerdas en un diálogo que está al servicio del cantaor.
Israel Fernández y Antonio el Relojero firman un trabajo íntimo, sin artificios, que suena a noche flamenca y que además es una reivindicación de unos lugares únicos. Lo dice el propio cantaor, con su melena negra, sus anillos y cadenas. También con su hablar reposado, mezcla de acento andaluz y manchego. “Las peñas en el flamenco tienen un valor fundamental porque de ahí se hace una escuela muy bonita”, afirma. “Es donde se crea buena afición. En esos lugares, uno se obliga a tener los pies en el suelo”.
Por amor al cante
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