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TRONO DE JUEGOS
Columna
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Entre la lucha con extraterrestres y la explotación del cuerpo femenino

El juego ‘Stellar Blade’ abre dos debates: uno sobre la copia artística y otro sobre sexismo

Una imagen del juego con su protagonista, Eve.
Una imagen del juego con su protagonista, Eve.
Jorge Morla

Ya se ha hablado aquí de la difusa frontera, en el mundo de los videojuegos, entre la iteración, la inspiración, y el plagio. A esa larga lista de juegos fronterizos hay que añadir ahora uno más: Stellar Blade, juego de la coreana SHIFT UP, exclusivo de PlayStation 5, que desde el primer minuto ha reconocido la influencia de ese sobresaliente juego de 2016 que es NieR: Automata.

La historia es francamente similar: nuestro personaje, Eve, forma parte de un escuadrón que trata de liberar la Tierra, conquistada por unas criaturas llamadas Naytiba, que obligaron a la humanidad a refugiarse en el espacio. No contentos con usar ese marco narrativo, nuestra protagonista es una combatiente que combina su espada con ataques a distancia durante los combates. Si cambiamos la palabra “Naytiba” por “Máquinas”, estaríamos hablando del NieR en vez del Stellar Blade. El combate, también, tiene resonancias evidentes de otros juegos, de la saga Souls (con la posibilidad de realizar parrys, bloqueos), a la espectacularidad colorida de un hack and slash (a lo Devil May Cry o los últimos Final Fantasy).

Es decir, después de la experiencia de Lies of Pi, que fusilaba de manera bastante convincente muchas de las señas de identidad precisamente de la saga Souls, otro juego coreano de gran presupuesto viene a copiar con cierto descaro una saga muy exitosa en occidente. Con la salvedad de que Lies of Pi llegaba, en sus mejores aspectos, a mejorar los modelos en los que se basaba, mientras que Stellar Blade, sin ser un mal juego, no logra imponerse sobre la sombra de los modelos que ha decidido imitar. Sobre todo, la comparativa que más le pesa es la de NieR, porque el juego de Yoko Taro pertenece a la rara estirpe de juegos llamados a trascender. No tanto por el sabor concreto —entre la evocación y el descubrimiento— que NieR consigue crear en ese mundo desolado donde las máquinas comienzan a filosofar, sino porque su voluntad de recontextualizar el propio significado del juego a través de los sucesivos finales que se iban sedimentando, se convertía en un arma artística unívoca del mundo del videojuego; una herramienta creativa que Yoko Taro ha afinado como nadie y que en el futuro tendrá una influencia grande en todo el medio.

Pero, además de todo esto, hay una cosa más. Eve es un personaje muy sexualizado. Es despampanante, voluptuosa, con unas formas y movimientos pensados directamente para excitar la mente de un jugadore de hace 25 años. En NieR pasaba algo parecido (si bien en mucho menor grado) con nuestra protagonista, pero en aquel juego existía una justificación: 2B era la exageración física de lo que los androides entendían por una fantasía sexual. Aquí no existe justificación argumental alguna, y menos justificación visual de por qué la cámara se recrea en planos cercanos de su pecho o de su trasero. Cómo no, este aspecto del juego ha encendido varios debates en las redes sociales sobre la sexualización del cuerpo femenino y la explotación de su imagen. Es decir, además de las influencias anteriores, Stellar Blade se aferra a una más: Bayonetta, y se convierte en un juego espinoso a la hora de confrontar la libre decisión creativa con la incomodidad visual (que a veces roza el sonrojo).

Es decir, Stellar Blade hace una buena labor a la hora de ofrecer un juego solvente pensado como mero entretenimiento. Pero hace una labor aún mejor a la hora de dar la razón a quienes se empeñan en propagar la imagen de los gamers como unos hikikomoris onanistas. Enhorabuena, Eve.

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Sobre la firma

Jorge Morla
Jorge Morla es redactor de EL PAÍS. Desde 2014 ha pasado por Babelia, Cierre o Internacional, y colabora en diferentes suplementos. Desde 2016 se ocupa también de la información sobre videojuegos, y ejerce de divulgador cultural en charlas y exposiciones. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster de Periodismo de EL PAÍS.
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