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Columna
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El día en que ‘el otro’ Super Mario se volvió un acosador

‘Braid’, que estrena una nueva edición por su 15º aniversario, dio un impulso inusitado a los videojuegos independientes y subvirtió el género de plataformas

¿Tim (y nosotros) somos el héroe o el villano?
¿Tim (y nosotros) somos el héroe o el villano?
Jorge Morla

“Tim ha emprendido una búsqueda para rescatar a la princesa. Ha sido secuestrada por un monstruo horrible y malvado. Sucedió porque Tim cometió un error”.

El 6 de agosto de 2008 salió al mercado un juego que puso patas arriba muchos de los convencionalismos sobre los que se asentaban los juegos de plataformas. El día 30 de este mes llegará una versión especial, la Anniversary Edition, que conmemora el 15 aniversario de Braid. Esta edición especial tendrá nuevos gráficos, que han sido pintados a mano por David Hellman (el artista original del juego). Además, una banda sonora ampliada y nuevos desafíos. Es un buen momento como cualquier otro para recuperar esta obra maestra. Y radiografiar lo que significó para todo el medio.

En resumen: en Braid nos poníamos en la piel de Tim, un joven trajeado que recorría seis mundos que se correspondían con las habitaciones de una casa, buscando a su novia secuestrada por un guerrero brabucón y usando unas (adelantadísimas para la época) mecánicas gravitacionales y de retroceso temporal que hacían de la experiencia de juego una delicia. Braid, que evidentemente bebía de Super Mario Bros., tomaba del clásico japonés muchas cosas (saltar sobre los enemigos, las plantas carnívoras, los mundos y las puertas, el hecho de que la princesa siempre “estuviera en otro castillo”…), pero sobre aquellas señas de identidad subvertía la narrativa para ofrecer una experiencia que de repente adquiría una profundidad inusitada. Y nos obligaba a reflexionar sobre nuestro supuesto nuestro rol de héroe. Es decir, aunque la forma era finísima, lo importante era el fondo.

Un momento de 'Braid'.
Un momento de 'Braid'.

Porque, poco a poco, detrás de la capa más superficial del juego, las reflexiones a las que Braid nos iba empujando llegaban a recontextualizar no solo el propio juego, sino todo el género. Y si… ¿y si la princesa no ha sido secuestrada, sino que simplemente ha cortado por lo sano con nosotros y ha decidido largarse con el otro? ¿Y si somos nosotros el que la está persiguiendo sin que quiera? ¿Y si la princesa no es llevada de castillo en castillo, sino que sencillamente se pasa el juego huyendo de nosotros? Por si fuera poco, aún más detrás de todo eso latía una reflexión más oscura, que implicaba el descubrimiento de la bomba atómica y la concepción de la verdad y el conocimiento como algo peligroso o dañino.

Precisamente hablábamos la semana pasada de los videojuegos independientes. Y tan de justicia es señalar el increíble capital artístico de la escena independiente como apuntar a la extraordinaria incidencia que Braid tuvo en ella. Porque el extraordinario éxito de Braid supuso un enorme impulso a la hora de que los jugadores entendieran que los riesgos formales y narrativos que los indies estaban dispuestos a correr ameritaban salirse del trillado camino de los juegos con grandes presupuestos (y planteamientos tantas veces clónicos) del mundo de los videojuegos.

Por ejemplo, el español Blasphemous, que nace empapado de la Semana Santa sevillana, es un homenaje a esa iconografía, claro, pero retuerce sus inspiraciones estéticas hasta un punto en el que habrá gente que se sienta incómoda. No es ningún problema; precisamente eso es lo que tiene que pasar, porque los videojuegos, como artefactos artísticos que son, no son productos hagiográficos. Eso es lo que hace Braid de una forma sublime con las bases que Mario y tantos otros habían venido construyendo hasta 2008. Y eso, en definitiva, es lo que hace el arte.

Un momento de 'Braid'.
Un momento de 'Braid'.

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Sobre la firma

Jorge Morla
Redactor de EL PAÍS que desde 2014 ha pasado por Babelia, Cultura o Internacional. Es experto en cultura digital y divulgador en radios, charlas y exposiciones. Licenciado en Periodismo por la Complutense y Máster de EL PAÍS. En 2023 publica ‘El siglo de los videojuegos’, y en 2024 recibe el premio Conetic por su labor como divulgador tecnológico.
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