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TRONO DE JUEGOS
Columna
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‘Harold Halibut’ y la tragedia de fiarlo todo al estilo visual (aunque sea maravilloso)

El esperado videojuego de ‘stop motion’ deslumbra por su estética, pero naufraga como obra interactiva

Un momento del juego 'Harold Halibut’.
Un momento del juego 'Harold Halibut’.
Jorge Morla

Cada año, al echar un vistazo al calendario de juegos, algunos atrapan la atención de una forma poderosa. Puede ser por su nombre, por su pertenencia a alguna saga consolidada, por lo original de su planteamiento o, incluso, por su estilo visual. Por que sí: de la misma manera que hay películas de animación que encandilan al ojo con la visión de uno solo de sus fotogramas, hay videojuegos que juegan la carta del recreo visual para llamar la atención de quien escoge. Rollerdrome o Sable, por poner dos ejemplos recientes, eran dos juegos de los que bastaba un simple vistazo para querer saber más.

Este año, entre todos los juegos que estaban destinados a salir, había de todo: estética medieval, aventura espacial fantástica, la vuelta de Final Fantasy, el regreso de Fromsoftware a las Tierras intermedias... pero entre todos esos fotogramas había uno del que era imposible separar la vista: Harold Halibut. Baste decir que estaba hecho a mano. Para muchos, eso es como encontrar una trufa en medio del campo.

Cuando uno ya le pone las manos encima se da cuenta de que se trata de un trabajo ímprobo de stop motion (semejante al empleado en Wallace & Gromit o en Fantástico Mr. Fox) en el que el equipo desarrollador del juego, Slow Bros, ha estado inmerso durante más de 10 años. El juego cuenta la historia de Harold y la ciudad de Fedora, construida bajo el mar sobre los restos de una nave espacial estrellada. Uno ve el tráiler y no puede tener más ganas de sumergirse, nunca mejor dicho, en esa experiencia tan aparentemente rompedora, tan aparentemente tan bien hecha.

Un momento del juego.
Un momento del juego.

Pero por mucho que el juego entre por los ojos, el potencial de Harold Halibut es desperdiciado en una experiencia meramente estética. Es decir: tú puedes tener unos mimbres estupendos para plantear una aventura gráfica, y este juego los tiene. Tú puedes tener una historia que contar, unos personajes bien definidos, un mundo interesante y una identidad visual impactante. De nuevo, este juego los tiene. Pero para que todo funcione de una forma orgánica e interactiva, debes dotarlo de un armazón mecánico que haga que el jugador comulgue no con la identidad del juego, sino con el acto de jugarlo. Y aquí, desgraciadamente, eso no comparece: no hay inventario, los puzles son de risa, las acciones que el protagonista puede llevar a cabo son accesorias, el sentimiento de interacción es mínimo. Al final del viaje, y por mucho que deslumbre en un primer momento, el juego acaba siendo una experiencia en la que, por momentos —y esto que viene a continuación es la gran tragedia de Harold Halibut—, el jugador acaba pensando que esta historia, personajes y ambientación hubiera acabado mejor capturada en forma de película y no de juego.

Es un barco que se hunde, pero no el final de la flota. Con su insobornable apuesta por la personalidad visual, Harold Halibut muestra hasta qué punto los videojuegos pueden servir para desarrollar una experiencia creativa radical. Es cierto que fracasa como juego, pero señala el camino como ambiciosa propuesta creativa que, esperamos, muchos otros traten de emular. Parafraseando a Beckett, desilusiones puntuales como esta son las que engrandecen el medio a largo plazo. Porque se fracasará más veces, sí, pero con este espíritu, la próxima vez se fracasará mejor.

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Sobre la firma

Jorge Morla
Redactor de EL PAÍS que desde 2014 ha pasado por Babelia, Cultura o Internacional. Es experto en cultura digital y divulgador en radios, charlas y exposiciones. Licenciado en Periodismo por la Complutense y Máster de EL PAÍS. En 2023 publica ‘El siglo de los videojuegos’, y en 2024 recibe el premio Conetic por su labor como divulgador tecnológico.
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