Boxeo de papel: el golpe maestro del capital
Una nueva no ficción sobre Urtain invita a reflexionar sobre el significado cultural de la figura del púgil
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Hay un destino marcado. Hay que tumbarlo como sea. Y ahí, en la transgresión del determinismo, aflora el drama literario del boxeo. Todo lo demás —el cuadrilátero, las 12 cuerdas, las luces, la campana, la lona, el público, el contrincante, los golpes, la sangre; el espectro de la muerte sobrevolando el ring— no es más que el decorado de la tragedia humana de un hombre luchando contra él y su destino.
Ahí nace Urtain.
En la lucha contra sí mismo. En su destino no aceptado.
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Primer round: un caserío vasco rodeado de vacas, árboles y piedras. Un niño fuerte, muy fuerte. Que con nueve años —a ver si levantas esa piedra— gana su primera apuesta. Que después le da una paliza a un chaval para defender el honor de su familia. Que recibe con 18 años el primer heraldo negro: la muerte de su padre. Que se hace levantador de piedras y alza 187,5 kilos una y otra vez, una otra y vez, 12 veces en 15 minutos. Que se deja convencer para ser boxeador y así escapar de la fábrica, del campo, del andamio; de madrugar y fichar; de un jefe. Que en el ring tumba a todos sus oponentes en medio minuto. Que se proclama campeón de Europa de los pesos pesados, txapela y guantes al aire en la noche de Madrid. Que es recibido por Franco en El Pardo como 30 años antes lo fue el ajedrecista Arturito Pomar. Que se convierte en la persona más popular de España. Que anuncia brandi, anís, lencería. Que protagoniza una película. Que origina libros. Que desata la urtainmanía en una España de alma gris y toldo verde que nunca ganaba a nada. Salvo a dictaduras largas.
Segundo round: Felipe de Luis Manero es periodista. Este año cumple 40. En su debut literario, Sito Presidente, armó una no ficción a base de fútbol regional, narcotráfico gallego y delirios de grandeza de Sito Miñanco en su pueblo, Cambados. Ahora ha vuelto a armar otra no ficción donde la tinta mancha. Salpica. Un libro hecho a base de boxeo, violencias y un cóctel mareante de esperanzas, triunfos, derroche, fatalidad, sudor, sangre tibia y JB.
Se titula Urtain (Pepitas). El subtítulo es Retrato de una época. Y eso mismo compone este retablo de un país con toreros que llevaban al éxtasis al personal saltando como una rana. Levantadores de piedra que pudieron ser Urtain y no quisieron. Un joven periodista intrépido y traicionero llamado José María García. El médico personal del dictador que a la vez presidía la federación de boxeo. Oscuros promotores de boxeo sin remilgos a la estafa. Y una sociedad sedienta de un líder que los hiciera soñar en color. Un héroe anónimo y popular. Uno como ellos. De carne y hueso. Que sea infiel a su esposa. Que fume y beba. Que esté dispuesto a amañar combates. Que no tema a las sombras para encontrar la luz.
De eso va, en realidad, la literatura pugilística: del fracaso. El boxeador literario es un héroe trágico
Eso es lo que cuenta Felipe de Luis Manero con frase corta, lenguaje preciso, muchas horas de investigación y reflexiones injertadas. Reflexiones como esta: “La insoportable sensación de estar pidiendo limosna, la resignación que siempre acompaña a la pobreza, la rabia del que se niega a ser pobre, la euforia del que cree que algún día dejará de serlo”.
Tercer round: ¿qué explica Urtain de nosotros? “Urtain”, responde el autor, “persiguió de forma incesante un éxito que nunca llegó y que quizás era imposible que llegase porque no existía. Urtain se pasó toda la vida buscando algo, pero tal vez nunca identificó el qué. Y en ese camino creo que estamos todos: el camino del héroe que después de unas magras victorias pierde, pierde y vuelve a perder. La belleza de la derrota. La crueldad del boxeo. La certeza de seguir vivo en cada golpe que recibes”.
Hasta el derrumbe final.
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Le escribo al dramaturgo Juan Cavestany. Él sacó del olvido, 20 años después de su muerte, al Morrosko de Cestona. Ganó nueve Premios Max con la obra de teatro Urtain (editada por Nórdica). Le pido un solo golpe:
¿Qué cuenta Urtain de España?
¿Qué explica su figura de la sociedad tardofranquista?
Entonces Cavestany se abalanza con una combinación. Diez golpes encadenados.
—La historia de Urtain viene con la dramaturgia ya casi hecha, con referentes en la tragedia universal que se remiten a Grecia y otros propios de la idiosincrasia española de su momento. Tenemos un relato de rags to riches, el pueblerino que va a la capital donde se hace rico y famoso. Deslumbrado por las luces de la ciudad, es incapaz de ver sus propias limitaciones (la dichosa hýbris), y tampoco parece consciente de la precariedad de su ascenso prefabricado. Esto no le resta al personaje cualidades de una gran nobleza y ternura a ratos. Trata de liberarse también de la alargada sombra del padre. Paco Martínez Soria se cruza con Surcos y con Más dura será la caída. El resultado es más Yo hice a Roque III de Ozores que Rocky de Stallone, el otro héroe setentero de la clase trabajadora. Éramos un poco catetos de boina y Soberano, pero se compensaban las carencias y el retraso con “pasión” y “cojones”. Era, también, la época del destape. En el montaje teatral que hicimos sobre Urtain era importante el simbolismo de haberse quitado la vida una semana antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Dilucidar si en ese año 92 se superó del todo el franquismo no es cosa menor, o dicho de otra manera, es cosa mayor, como la cerámica de Talavera.
Cuando José Manuel Ibar se arrojó desde un décimo piso —solo, con deudas, exhausto— tenía 49 años.
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Nadie diría que esa apacible señora de 85 años, con la inteligencia iluminando sus enormes pupilas, la voz tranquila y monocorde, tan delgada que parece que las venas vayan a salírsele de las manos y del cuello traslúcido en cualquier momento, es una adicta al boxeo desde la infancia. Y al mismo tiempo es Joyce Carol Oates. La gran dama viva de las letras americanas. Eterna candidata al Premio Nobel. Autora de casi 60 novelas en 60 años. Autora de La hija del sepulturero, Un libro de mártires americanos y Blonde. Autora, también, de un intenso y breve ensayo: Del boxeo.
Su lectura obliga al subrayador. Cuando dice que el boxeo va más de ser golpeado que de golpear, más de sentir dolor que de ganar. Cuando dice que el boxeo es para hombres, y va de hombres, y es de hombres: una celebración de la perdida religión de la masculinidad. Cuando dice que el boxeo es salirse de la conciencia de la cordura para penetrar en otra difícil de nombrar. Cuando niega que el boxeo sea un deporte: no hay nada lúdico en hostiarse. El subrayador no descansa. Pero hay dos ideas que atrapan.
Una: escribe Oates, frente al tópico manido, que el boxeo no es una metáfora de la vida. “Sí puedo aceptar la proposición según la cual la vida es una metáfora del boxeo —en uno de esos combates que siguen y siguen, asalto tras asalto, jabs o golpes rápidos, golpes errados, enganches, ninguna certidumbre, de nuevo la campana y de nuevo tú y tu adversario, en pelea tan pareja que es imposible no ver que tu adversario eres tú: ¿y por qué esta lucha en una plataforma elevada y cerrada por cuerdas como un corral, bajo luces calientes, crudas e inmisericordes en presencia de una muchedumbre impaciente?—, esa especie de infernal metáfora literaria. La vida es como el boxeo en muchos e incómodos sentidos. Pero el boxeo sólo se parece al boxeo”.
Dos: escribe Oates una de las razones por las que el boxeo ha atraído a tantos escritores como Jack London (El combate del siglo), Ernest Hemingway (Cincuenta de los grandes) o Dario Fo (El campeón prohibido). “El sistemático cultivo del dolor de ese deporte en aras de un proyecto, de una meta vital: la voluntaria trasposición de la sensación que conocemos como dolor (físico, psicológico, emocional) a su polo opuesto. (…) No sólo aceptar, sino además propiciar lo que la mayoría de los seres sanos evitan —dolor, humillación, pérdida, caos—, es experimentar el momento presente como algo, en cierto sentido, ya pasado. Aquí y ahora no son sino parte de la construcción del allí y entonces: dolor ahora, pero control, y en consecuencia triunfo, después”.
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El Libro de estilo de EL PAÍS incluye un apartado titulado ‘Singularidades informativas’. Tiene cuatro puntos.
Uno habla de suicidios.
Otro habla de amenazas de bomba.
Un tercero habla de violaciones.
El cuarto —que en realidad es el primero— habla de boxeo. Y especifica que este periódico “no publica informaciones sobre la competición boxística, salvo las que den cuenta de accidentes sufridos por los púgiles o reflejen el sórdido mundo de esta actividad”.
Suicidio, bombas, violaciones y boxeo.
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La Academia también ha dado la espalda al boxeo literario. Hasta el año pasado. La filóloga Alba Pérez-Alonso ha defendido, en la Universidad de Valladolid, la primera tesis doctoral sobre la materia. Se titula Boxeo y literatura. Corpus y estudio crítico de las narrativas del boxeador como héroe fracasado en la literatura en español.
Escribe Carol Oates que la vida es como el boxeo en muchos sentidos, pero que el boxeo solo se parece al boxeo
Es un viaje de 500 páginas por las obras de Ignacio Aldecoa y su Young Sánchez; de Juan Marsé y su boxeador maqui Jan Juliver; de Julio Cortázar y su boxeador Torito en los días previos a su muerte; de los cuentos con púgiles de Onetti, Galeano, Fontanarrosa, Piglia, Villoro, Sepúlveda, Halfon, tantos otros. Del Kid Pambelé de Alberto Salcedo Ramos y el Kid Bururú de Mirta Yáñez y el delicioso Kid Tunero, el caballero del ring de Xavier Montanyà, una joya literaria. De las evocaciones literarias del cineasta José Luis Garci a la Oración del boxeador escrita por su colega Fernando León de Aranoa. De las memorias surrealistas del peso pesado Pedro Roca escritas en 1932 —De boxeador a literato— a la historia ilustrada de este singular púgil y de aquella Barcelona obrera que boxeaba en los años veinte y treinta que Julià Guillamon resucitó en Jamás me verá nadie en un ring. Sin tiempo para abrirle hueco a Dum Dum Pacheco y el retrato que Servando Rocha le ha hecho, a él y a la España brutalista de fangal y descampado, en Todo el odio que tenía dentro.
La investigación de Alba Pérez-Alonso revisa más de un centenar de novelas y casi un centenar de cuentos de boxeo escritos en español. Y llega a una interesante conclusión: No era boxeo, era capitalismo.
El boxeador ha sido representado en la literatura en español bajo la forma del héroe, con la estructura narrativa del mito y mimetizándose en la escala de valores del discurso capitalista. Y el resultado es una catarata de fracasados. De eso va, en realidad, la literatura pugilística: del fracaso.
El boxeador literario, encuadrado por un sistema económico y cultural que condena el inconformismo y que impele a perseguir el éxito, acaba convertido en un héroe trágico. Él confía en que puede luchar contra su destino inexpugnable. Que puede vencer al destino. Pero el contrincante que lo tumba no baila sobre la lona. Lo derrota el propio sistema económico y social que le incita a la rebelión: las 12 cuerdas de su ring.
La narrativa boxística se alinea, así, con la sociedad del riesgo de Ulrich Beck. Enlaza también con la idea de Erich Fromm de que el capitalismo necesita hombres que se sientan libres e independientes, aunque para nada lo sean. Y, finalmente, entronca con la teoría sobre el fracaso del historiador Scott Sandage, autor de Born Losers. A History of Failure in America (Nacidos perdedores. Una historia del fracaso en América, no traducido). Es decir: es el capitalismo, como sistema, el que crea perdedores de nacimiento. Perdedores que lo serán durante toda su vida. Por más que peleen. Por más que se esfuercen. Por más sangre y sudor que goteen en la esquina del ring. Y, sin embargo, existe un entramado discursivo que empuja a los individuos a intentar evitar ese fracaso. Es ahí, concluye Alba Pérez-Alonso, donde se asienta el boxeador de la literatura. Su condena. Sísifo con pantalón Everlast.
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La crónica taurina es un género periodístico. Leer a Joaquín Vidal aun aborreciendo los toros era un género de lector de periódicos. Lo mismo sucedía en The New Yorker con las crónicas de boxeo de A. J. Liebling.
Cuando tenía 13 años, el tío Mike, soltero y recién mudado a la costa Este desde California, le transmitió la pasión pugilística a su sobrino contándole historias de las grandes leyendas y mil vivencias del ring. La importancia del relato, como en el ciclismo, como en el ajedrez.
El boxeador se rebela contra el destino de la derrota, lucha contra el fracaso como un Sísifo con pantalón Everlast
Más tarde Liebling se hizo periodista. Y se puso a contarles a los exquisitos lectores de The New Yorker —como el tío Mike había hecho con él— aquella época dorada del boxeo americano que fueron los años cincuenta. Con Joe Louis tumbando blancos. Con Rocky Marciano, el único peso pesado retirado invicto, sin morder jamás la lona. Con Sugar Ray Robinson, que soñó que mataba a su rival en la lona y al día siguiente mató al joven Jimmy Doyle con un gancho de zurda. La dulce ciencia (Capitán Swing, 2018), así se titula el volumen que compila aquellas crónicas de gran riqueza expresiva y mirada humana.
Esa fue su contribución a un género —las letras y el boxeo, la cultura y el boxeo— que ha cuajado en grandes vates. El recorrido completo lo traza Boxing. A Cultural History (Boxeo. Una historia cultural), un ensayo de Kasia Boddy, profesora de Literatura Americana en Cambridge. Baste decir que el libro tiene unas 2.000 notas a pie de página y que recorre la presencia de cualquier rastro de boxeo en la cultura: desde la Ilíada hasta el violento futurismo de Marinetti o aquel sueño póstumo del dadaísmo que fue Arthur Cravan, mitad boxeador mitad poeta.
De las veladas berlinesas entre boxeadores e intelectuales como Heinrich Mann, Döblin, Grosz y Rudolf Grossman a las peleas parisienses que atraían a Picasso, Man Ray, Miró, Cocteau, Bonnard o Colette.
De un adolescente Philip Roth recitando los nombres y pesos de todos los campeones del ring al Hurricane de Bob Dylan o el Million Dollar Baby de Clint Eastwood y todas las fronteras políticas que el boxeo ha vivido: raza, etnia, sexo, mafia.
Del papel pionero de Arthur Conan Doyle en 1896 con su novela Rodney Stone —y su oda al boxeo como deporte para solitarios, intelectuales y caballeros— al esteta Norman Mailer, que creó en El combate una pieza clásica de la literatura deportiva. Un hito del nuevo periodismo a la altura de Ali. Imperecedero. Como el Rey del mundo de David Remnick: la estela de The New Yorker adosada todavía al boxeo de papel.
08
Toro salvaje. Scorsese se sube al ring. Odio, violencia, culpa, trampas, celos, machismo, venganza, adicción, cuerpos destrozados, sueños rotos; el tétrico reverso de la sociedad del espectáculo.
Pero la película comienza con poesía. Un largo plano secuencia evocador, bello. Irreal.
Robert De Niro, a un lado del ring, brinca y golpea al aire entre un humo envolvente. Al fondo parpadean los flashes de las cámaras. Él se mueve a cámara lenta, lentísima. Todo sucede en blanco y negro. Suena el intermezzo de Cavalleria rusticana. Sus violines preludian el verismo: la sordidez que enmaraña a las clases bajas. En la Sicilia rural de los limoneros y en el Madison Square Garden de New York City.
El determinismo social.
La infructuosa lucha contra el destino.
Jake LaMotta. Urtain.
‘Urtain. Retrato de una época’. Felipe Luis Manero. Pepitas, 2024. 232 páginas, 21,50 euros.
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