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Tribuna
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La tercera España literaria

Un paseo por tres modelos sobre cómo se ha tratado desde la literatura patria nuestra Guerra Civil

Nazismo
Tropas españolas, ataviadas con cascos italianos, desfilan por las calles de Barcelona el 27 de enero de 1942 durante la parada militar organizada con motivo del III aniversario de la conquista de la ciudad.CARLOS PEREZ DE ROZAS (EFE)

No falla. Cada vez que un partido de ultraderecha crece en un parlamento europeo nuestros intelectuales se preguntan primero, ¿qué está pasando?, para señalar de inmediato el blanqueo con el que medios de comunicación, redes sociales y populistas varios benefician sus amenazantes propuestas contra las minorías, las políticas sociales y el medio ambiente. A lo que pocas veces asistimos es a la evaluación crítica de cómo se ha tratado desde la literatura patria el precedente a la actual oleada de regresión y su relación con sus oponentes: nuestra guerra civil, vamos. Les propongo un paseo por tres modelos de representación tan trendy como prestigiosos para preguntarnos si juzgan con severidad o lavan bien blanco. Les advierto que no traigo buenas noticias.

1) El cainismo. Que la guerra sea un carnaval de desolación que se desplaza de un lado a otro de la tierra y que lleva acompañando a la humanidad desde el principio de los tiempos facilita que se interprete la Guerra Civil como una suerte de catástrofe natural que regresa cada cierto tiempo, como las crecidas de los ríos y las epidemias. Una trituradora de vidas sin culpable.

La imagen es literariamente poderosa: una tierra requemada por el sol, azotada por los vientos amargos de la envidia, la malicia, la rabia y el resentimiento, habitada por una población tan empobrecida como ignorante, siempre predispuesta a resolver los conflictos a garrotazos.

¿Qué iba a ser la Guerra Civil sino otro episodio del baile macabro que se le impone como un destino a todas las generaciones de españoles: nacen, disputan y se matan? Una perspectiva digna de Faulkner y con la que Juan Benet lograría maravillas tan perdurables como Saul ante Samuel. Pero construirse una atalaya desde la que lamentar la violencia atávica distorsiona, al borrar los motivos, la responsabilidad del conflicto: no es lo mismo una guerra dinástica que una insurrección para deponer un gobierno republicano legítimo con el propósito de imponer los valores de la regresión. Si Jeremías llora por todos es porque ha renunciado a tomar partido.

2) Un abuelo facha, el otro republicano. Esta estrategia literaria consiste en enmarcar dentro de un costumbrismo simpático a los agentes de la historia. Al estilo de antropólogo campechano el narrador destaca los rasgos más pintorescos, casi entrañables, de los contendientes de ambos bandos, endulzados además por su avanza edad, la del respeto. El novelista se presenta así como una suerte de campeón de la comprensión, capaz de exponer las razones de ambos bandos (como si no existieran miles de documentos lo bastante elocuentes), autor de una literatura moderada que formula preguntas sin imponerle ninguna respuesta al lector.

Claro que la manera cómo está construida la pregunta supone ya tomar partido. Al resolver la representación en el teatrillo de la propia sentimentalidad el novelista renuncia a la comprensión política (todo lo compleja que sea), algo que jamás se hubiesen permitido Tolstoi o Proust cuando abordaron las guerras napoleónicas o el caso Dreyfus.

¿Qué gana un escritor amputando el nervio político sin el que ni Dickens ni Stendhal, ni Flaubert ni George Eliot hubiesen escrito ni media novela? A menudo le permite justificar a familiares que cayeron del bando nacional, reduciendo la militancia a una suerte de lotería geográfica. Pero este “salvar al abuelo soldado” conlleva renunciar al abordaje de asuntos literarios de más calado, como el de los remordimientos por haber contribuido a instituir una dictadura cuya noche de las represalias se prolongó cuarenta años. Esta ladera literaria es desde luego más complicada de escalar, pero no por eso deja de sorprender (o espantar) la escasísima ficción española en la que el nieto, al conocer la militancia o las complicidades del “abuelo”, en lugar de untarlo de mermelada nostálgica se decide a discutir su herencia material y moral.

3) Los unos y los otros. Aunque esta estrategia suele desarrollarse en el ámbito del ensayo en ocasiones también invade la ficción. Se trata de llevar un minucioso recuento de las atrocidades de un bando y de otro, a veces con el ánimo de reñir, otras con el de ajustar cuentas, siempre para equipararlos: el escritor que opta por no “dejar pasar ni una” nos conduce a la conclusión de que si nadie es inocente, nadie tiene autoridad moral para acusar los crímenes ajenos.

Pero en este emocionante trayecto hacia la equidistancia olvida que las guerras nunca se libran bajo las leyes de la paz. Las fuerzas aliadas gasearon y bombardearon a sus enemigos, pero eso solo las equipara a las agresiones de los nazis si uno hace un esfuerzo por alelarse hasta el punto de omitir lo que defendía cada bando. Calcular el peso de los muertos desentendiéndose de que unos luchaban por la defensa de una república democrática y otros por la instauración de una dictadura oscurantista equivale a una falsificación histórica y sitúa al escritor a medio camino entre la dejación moral y la negligencia artística: ¿de qué nos sirve un novelista que no se obliga a mirar?

Por ir concluyendo: la deformación del conflicto, la renuncia a la comprensión moral y la falsificación de lo que estaba en juego es el precio que paga el escritor por disfrutar de una apariencia de serenidad y consenso. Nos entrega así una ficción sin filo lista para integrarse al mercado del entretenimiento. Pero se trata de un consenso sin riesgo y una serenidad tendenciosa que contribuye a blanquear a los verdugos y a desmerecer a quienes se les opusieron.

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