Las lecciones de la primera amnistía de la historia en Atenas
La polis griega fue escenario de la reconciliación colectiva más importante de la antigüedad, pero no eximió a los responsables directos de los desmanes
Recientes estudios sobre la antigüedad clásica han subrayado las diferencias que nos separan de nuestros ilustres predecesores en el mundo occidental. Aunque se suelen enfatizar las semejanzas, hay divergencias en aspectos tan básicos como la percepción de los colores o las emociones y, para algunos, incluso en los procesos cognitivos. En concreto, David Konstan, en uno de sus trabajos sobre las emociones en la antigüedad, Before Forgiveness (2010), parte de la idea de que el “perdón” es ajeno al mundo clásico y que debe su aparición a la influencia judeocristiana. Según esta discutida hipótesis, que presenta sólidos argumentos en su favor, las épocas de Demóstenes o Cicerón no habrían conocido ese mutuo reconocimiento del mal causado entre dos partes, ofensora y ofendida, con una reconciliación sin contraprestaciones. Para Konstan, el rasgo definitorio del “perdón” es el arrepentimiento del agresor, que implica una cierta “transformación del yo”. Aunque claro que había procedimientos jurídicos o religiosos para avenir a particulares y colectivos, como los rituales de reconciliación o purificación en el mundo arcaico, o los acuerdos privados (synthekai) para la resolución de conflictos basados en el pacto y el olvido de agravios anteriores.
Para nosotros es seguramente más interesante recordar los mecanismos de perdón político en la ciudad en la que, pese a las diferencias mencionadas, solemos reconocer el origen de nuestras democracias. Precisamente en Atenas se recuerda la más importante reconciliación colectiva de la antigüedad, la amnistía de 403 a.C. Esta palabra, tan de moda hoy, tiene que ver de alguna manera con la falta de memoria. Es curioso que una sociedad como la griega, tan basada en la “memoria” —Mnemósine es la madre de las musas— y tan enemiga del “olvido” —el infernal Leteo y la filosofía como a-letheia o “desolvido”—, quisiera procurarse una suerte de “desmemoria”. Pero esta vez se trataba de reconciliar al cuerpo ciudadano.
La amnistía de 403 llegó tras un año de conflicto civil en Atenas. Tras la calamitosa guerra del Peloponeso, que había durado treinta años, y había dejado exánime la ciudad, evidenciando los fallos de su sistema democrático —entre otros, la demagogia o el imperialismo—, la derrota sin paliativos ante Esparta desembocó en la instauración del gobierno títere de los llamados “Treinta tiranos”. Las tensiones entre oligarcas y demócratas afloraron entonces de la peor manera —matanzas, confiscaciones, exilios— hasta la restauración de la democracia, gracias a la resistencia encabezada por Trasíbulo. Este derrotó a los oligarcas en la batalla de Muniquia —donde muere Critias, líder de los Treinta y tío de Platón— y consiguió acordar con los espartanos el retorno de la democracia. Se envía entonces a los oligarcas recalcitrantes al exilio en Eleusis y, en la ciudad, se aboga por una amnistía pionera en la historia de Occidente (véase un reciente panorama en V. Azoulay y P. Ismard, Atenas 403. Una historia coral).
Pero, ¿qué se perdonaba exactamente? Se trataba de reconciliar a los ciudadanos tratando de “no recordar el mal” (me mnesikakein), es decir, los delitos generales cometidos durante los días de ruido y furia de la Tiranía, que había animado a parte de la población a cargar contra la otra, con todo el sistema constitucional trastocado. Para entender cómo se ejecutó realmente hay testimonios de excepción, como el del orador Lisias, que muestra en su discurso Contra Eratóstenes, uno de los Treinta al que acusaba del asesinato de su hermano, que esta no significaba impunidad. Ese proceso excepcional quizá se produjo in absentia, durante el exilio de Eratóstenes, como otros oligarcas sin inmunidad por sus crímenes. En otro discurso, acusa a un delator al servicio de los Treinta: como los cargos contra informantes estaban prohibidos por la amnistía, elabora un complejo argumento que situaba como conspirador contra la democracia al acusado, al que se logra apresar por una acusación de “arresto ilegal”. Otras referencias a un discurso suyo, Contra los Treinta, indican acaso una campaña de procesos contra los cabecillas. Es decir, que el perdón general tuvo claras excepciones.
La amnistía tampoco salvó, por otros motivos, al célebre Sócrates de la sentencia de muerte más famosa de la tradición occidental. Puede que los crímenes religiosos (la asebeia, de la que se acusaba al filósofo) no quedaran incluidos en la medida: los Treinta habían incurrido en muchos sacrilegios. En todo caso, Sócrates parece haber sido un chivo expiatorio ideal para el fin de una época convulsa.
En suma, la amnistía ateniense se pensó para la reconciliación ciudadana, pero no eximió a los responsables directos de los desmanes. Como dice sobre ella Aristóteles, “por las cosas pasadas nadie podría vengarse de nadie, excepto de los Treinta” y de los otros responsables, si no han rendido cuentas. Otra cuestión clave es el arrepentimiento de los amnistiados. Si el perdón posclásico, siguiendo a Konstan, implica siempre esa “transformación moral” del transgresor, que ha de lamentar los hechos y prometer no repetirlos, la amnistía original ―que no fue nunca, jugando con su etimología, una amnesia―, semeja un pacto general de reconciliación, con excepción de la responsabilidad de los líderes y, solo tal vez, con una invitación a la catarsis moral colectiva.
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