A propósito de Allende
En ‘Allende y el museo del suicidio’, Ariel Dorfman se convierte en uno de los personajes de su propia novela, construida en torno a la creación de un museo del suicidio por parte de un millonario

Ariel Dorfman es un escritor chileno nacido en Buenos Aires en 1942. Ampliamente traducido, sus obras teatrales (Purgatorio o La muerte y la doncella, adaptada al cine por Roman Polanski) han sido representadas en más de 100 países. Como novelista, destacan Allegro, Konfidenz y Apariciones. Fue consejero de prensa y cultura del secretario general del Gobierno en 1973, durante los últimos meses de Salvador Allende como presidente de Chile.
Allende y el museo del suicidio dispone en el tablero de juego a su autor como personaje, así como a su familia. Delante de él, un millonario, Joseph Hortha, que tiene la idea de crear un Museo del Suicidio pero le falta —para él— la joya de la Corona: el suicidio de Salvador Allende en el asalto al palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973. Contrata a Dorfman para que haga de suerte de reportero embozado, detective y espía doble con el objeto de determinar si Salvador Allende murió por balas golpistas o propias. En su momento, este hecho sobre el que aún hay controversia —a pesar de las actuales pruebas que permiten saber qué sucedió— fue objeto de relato partidista de unos y de otros, dando a su muerte una dimensión política y simbólica extraordinaria.
La trama con Salvador Allende como excusa y propósito, la deuda que el azar creó entre Allende y él, en cierto modo, hace del periplo literario de Dorfman un material delicado, pero que uno podría sobrellevar sin miedo. Hay substancias más inflamables. La cuestión crítica desde el principio es que en Allende y el museo del suicidio el artificio novelesco apenas echa a andar. Su autor opta por darnos una ficción con muchos ingredientes de otros géneros que lo novelesco asimila fácilmente —escenas teatrales, soliloquios, entrevistas, testimonio, investigación, autoficción—, pero los colores de esas pinturas nos llegan a pedazos, sin mezclarse. Más que un libro para los lectores, parece una carta a los suyos (familia, amigos, compatriotas, camaradas…), una fe de vida y testimonio, un testamento en el que ha querido hablar y zanjar cuestiones importantes para él, pero olvidándose un tanto de nosotros, los lectores anónimos, que teníamos que comprarle el truco.
El artificio del personaje del millonario y su encargo para el museo, así como la caracterización de los personajes más cercanos —máscaras que no dejan de verse — nos atormenta al lastrar la verosimilitud de la lectura. El conocer la verdad de los últimos minutos de Salvador Allende no necesitaba todo ese engranaje —el museo, el millonario, el pasado atormentado y afectado de éste, sus madres muertas—, ni una voz narradora que intenta hacer pasar por novela lo que no es sino un testimonio hablado del autor.
Con mucho menos y más ganas de jugar, el talento de Ariel Dorfman hubiera llegado a resolver el enigma y con mejor mano. Un ejemplo: explica en la novela que el día del asalto no estuvo con Allende porque intercambió el turno de trabajo con un compañero por una cuestión doméstica. Él se salvó, él pudo llevar una vida en el exilio con esposa e hijos, y su compañero falleció y dejó viuda y huérfanos. El azar y la culpa. Y como esta anécdota, otras muchas en los distintos cruces de camino que hay en la novela. Pero Dorfman decide dejar las cosas claras como hombre y no desasosegarnos con la ya tópica verdad de las mentiras como autor.

Allende y el museo del suicidio
Galaxia Gutenberg, 2023
576 páginas. 22 euros
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