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‘La casa de caramelo’: la distopía digital de Jennifer Egan

Con una estructura de novela decimonónica, la autora compone un intrincado puzle del Estados Unidos contemporáneo en torno a la idea de una herramienta que permite acceder y compartir los recuerdos. ‘Babelia’ ofrece un extracto del libro, recientemente publicado por Salamandra

Jennifer Egan
La escritora estadounidense Jennifer Egan, en 2022.picture alliance (dpa/picture alliance via Getty I)

El don de la afinidad

— Tengo tantas ganas... — dijo Bix mientras estiraba los hombros y la espalda de pie junto a la cama, un ritual que hacía cada noche antes de acostarse —. De hablar, simplemente.

Lizzie lo miró por encima de los rizos oscuros de Gregory, su hijo pequeño, a quien estaba dando el pecho.

— Te escucho — susurró.

— Es... — Respiró hondo —. No sé. Difícil.

Lizzie se incorporó, y Bix vio que la había asustado.

—¡Mamá, no llego! — chilló Gregory al desengancharse del pezón. Acababa de cumplir tres años.

— Hay que destetar a este crío — murmuró Bix.

— No — replicó Gregory rotundamente con una mirada acusadora —. No quiero.

Lizzie sucumbió a los tirones de Gregory y volvió a tumbarse. Bix se preguntó si el último de sus cuatro hijos se habría propuesto, con la complicidad de su madre, prolongar la primera infancia hasta la edad adulta. Se estiró junto a los dos y miró angustiado a su mujer.

—¿Qué pasa, mi amor? — susurró Lizzie.

— Nada — mintió. Era un problema demasiado ubicuo, demasiado indefinido para explicarlo. Trató de aproximarse con una certeza —. No paro de pensar en la calle 7 Este. En aquellas charlas.

—¿Otra vez? — dijo ella en voz baja.

— Otra vez.

— Pero ¿por qué?

Bix no sabía por qué. En realidad, en la calle 7 Este él sólo escuchaba de lejos mientras Lizzie y sus amigas se gritaban a través de nubes de marihuana como excursionistas desorientadas en un valle brumoso: «¿En qué es distinto el amor del deseo?» «¿El mal existe?» Bix estaba a medio curso de doctorado cuando Lizzie se fue a vivir con él, y ya había tenido esas conversaciones en el instituto y su primer par de años en la Universidad de Pensilvania. Pero la nostalgia de ahora era por lo que había sentido mientras oía distraídamente a Lizzie y sus amigas sentado delante de su ordenador SPARCstation, conectado por un módem a la Viola World Wide Web: la convicción íntima, extasiada, de que el mundo que aquellas estudiantes definían con tanto afán en 1992 pronto estaría obsoleto. Gregory mamaba. Lizzie dormitaba.

—¿Podemos? — Bix insistió —. ¿Hablar así?

—¿Ahora?

Parecía exhausta, ¡la estaban drenando delante de sus ojos! Bix sabía que Lizzie se levantaría a las seis para ocuparse de los chicos mientras él meditaba antes de empezar con sus llamadas a Asia. Sintió una oleada de desesperación. ¿Con quién podía hablar de aquella manera casual, abierta, típica de los estudiantes de la facultad? Cualquiera que trabajara en Mandala intentaría complacerlo de una forma u otra. Y cualquiera que no trabajase allí se imaginaría motivaciones ocultas, una prueba quizá, ¡una prueba cuya recompensa sería un empleo en Mandala! ¿Sus padres?, ¿sus hermanas? Nunca había hablado así con ellos, a pesar de lo mucho que los quería.

Una vez que Lizzie y Gregory se quedaron dormidos, Bix llevó a su hijo por el pasillo hasta su cama. Decidió volver a vestirse y salir. Eran las once pasadas. Infringía las consignas de seguridad de su junta que caminara solo por las calles de Nueva York a cualquier hora, mucho menos de noche, así que evitó ponerse el característico traje de pachuco deconstruido que acababa de quitarse (inspirado en los grupos de SKA que tanto le gustaban en el instituto) y el pequeño fedora de cuero que llevaba desde que había salido de la NYU quince años atrás para aliviar la desnudez que sintió al cortase las rastas. Desenterró del armario una chaqueta militar de camuflaje y un par de botas llenas de arañazos y se adentró en la noche de Chelsea con la cabeza descubierta, de lo que se arrepintió al notar la brisa fría en el cuero cabelludo (ahora con la coronilla pelada, era verdad). Estaba a punto de saludar con la mano a la cámara para que los guardias le dejaran entrar de nuevo y coger el sombrero cuando se fijó en un vendedor ambulante en la esquina de la Séptima Avenida. Echó a andar por la calle 21 hasta el puesto, se probó un gorro de lana negro y se miró en el espejito redondo colgado en uno de los laterales. Aquel gorro le daba un aire de lo más corriente, incluso a él. El vendedor aceptó el billete de cinco dólares que le dio como si se lo hubiera dado cualquiera, y a Bix la transacción le inundó el corazón de una alegría endiablada. Había acabado por esperar que lo reconocieran allá donde iba. El anonimato era una sensación nueva.

La casa de caramelo

Estaban a principios de octubre, el viento cortaba como una cuchilla. Bix siguió la Séptima Avenida con la idea de dar la vuelta unas manzanas más arriba, pero le apetecía caminar de noche. Lo devolvió a los años de la calle 7 Este: aquellas noches esporádicas; sobre todo al principio, cuando los padres de Lizzie llegaban de visita desde San Antonio. Creían que su hija estaba compartiendo piso con su amiga Sasha, que también estaba en segundo en la NYU, una artimaña que Sasha corroboró lavando la colada en el cuarto de baño el día que los padres de Lizzie fueron a ver el piso en otoño, recién empezado el curso. Lizzie había crecido en un mundo donde no había más negros que los camareros y los caddies del club de campo de sus padres. Le daba tanto miedo que se horrorizaran al enterarse de que tenía un novio negro que desterró a Bix de su cama durante esas primeras visitas de sus padres ¡aunque se alojaban en un hotel del centro! No importaba: se darían cuenta. Así que Bix echaba a andar, y a veces se dejaba caer por el laboratorio de ingeniería con el pretexto de pasarse la noche estudiando. Aquellas caminatas dejaron un recuerdo en su cuerpo: el ímpetu tenaz de seguir adelante a pesar del resentimiento y el cansancio. Lo asqueaba pensar que había soportado todo aquello, pero sentía que lo compensaba — por una especie de justicia cósmica — que Lizzie se ocupara ahora de todas las facetas de la vida doméstica para que él pudiera trabajar y viajar a su antojo. Que la suerte le hubiera sonreído desde entonces podía verse como una recompensa a aquellas caminatas... pero ¿por qué? ¿Tan fabuloso era el sexo entre los dos? (La verdad es que sí.) ¿Tan poco amor propio tenía que había consentido sin protestar las supersticiones de su novia blanca? ¿Le gustaba ser su secreto ilícito?

Nada de eso. La indulgencia, la resistencia de Bix obedecían a la «visión» que lo subyugaba y que ardía con hipnótica claridad durante aquellas noches de penoso exilio. Lizzie y sus amigas apenas sabían lo que era internet en el año 1992, mientras que Bix percibía las vibraciones de una red invisible de conexiones que se ramificaban en el mundo como si fueran grietas resquebrajando un parabrisas. La vida tal como la conocían no tardaría en hacerse añicos y desaparecer, y en ese momento el mundo entero ascendería a una nueva esfera metafísica. Bix imaginaba que sería como en esas láminas de escenas del Juicio Final que coleccionaba, aunque sin el infierno. Al contrario: creía que los negros, incorpóreos, se liberarían del odio que los acechaba y los coartaba en el mundo físico. Por fin podrían moverse y reunirse a sus anchas, liberados de las trabas que imponía la gente como los padres de Lizzie: aquellos texanos anónimos que rechazaban a Bix sin siquiera saber que existía. Mandala no se describiría como una «red social» hasta casi una década más tarde, pero Bix había visualizado el concepto mucho antes.

Por fortuna no compartió aquella fantasía utópica, que en 2010 parecía de una ingenuidad desarmante, pero en esencia la arquitectura de su visión — tanto global como personal — demostró ser acertada. Los padres de Lizzie asistieron (con frialdad) a su boda en Tompkins Square Park en 1996, aunque no con más frialdad que los padres de Bix, para quienes una ceremonia matrimonial seria no incluía magos ni malabaristas ni violinistas desatados. Cuando empezaron a llegar los críos, todo el mundo se relajó. Desde que el padre de Lizzie había muerto, el año anterior, a su madre le había dado por llamarlo a las tantas de la noche, cuando sabía que Lizzie estaba durmiendo, para hablar de la familia: ¿a Richard, el mayor, le gustaría aprender a montar a caballo? ¿Les apetecería a las chicas ir a un musical de Broadway? A Bix le irritaba el acento nasal de Texas de su suegra cuando se veían en persona, pero no podía negar la satisfacción con que escuchaba esa misma voz, incorpórea, de noche. Cada palabra que intercambiaban a través de las ondas le daba la razón.

Las conversaciones de la calle 7 Este se acabaron de golpe una mañana. Después de una noche de fiesta, dos de los mejores amigos de Lizzie fueron a nadar al East River, y a uno lo arrastró la corriente y se ahogó. Que los padres de Lizzie estuvieran de visita situó a Bix por casualidad cerca de la tragedia. Se encontró a Rob y a Drew a altas horas de la madrugada en el East Village y tomó éxtasis con ellos, y al amanecer cruzaron los tres juntos el paso elevado hasta el río. Bix ya se había ido a casa cuando a los otros dos se les ocurrió darse un chapuzón un poco más abajo. Aunque había repetido hasta el último detalle de aquella mañana durante la investigación policial, ahora todo aquello le parecía difuso. Habían pasado diecisiete años. Apenas recordaba la cara de los dos chicos.

Giró a la izquierda por Broadway y continuó hasta la calle 110: era la primera caminata nocturna que daba en más de una década, desde que era famoso. Nunca había frecuentado el barrio de la Universidad de Columbia, y algo le atrajo de sus calles escarpadas y sus fincas regias de antes de la guerra. Mientras contemplaba las ventanas iluminadas de uno de los edificios, Bix casi sintió la efervescencia de las ideas que bullían en su interior.

De camino hacia el metro (también por primera vez en una década), se detuvo ante una farola emplumada con folletos que anunciaban mascotas perdidas y muebles usados. Un cartel impreso captó su atención: una conferencia de Miranda Kline, la antropóloga, en el campus de la universidad. Ambos conocían perfectamente sus respectivos trabajos: Bix había descubierto su libro, Patrones de afinidad, un año después de fundar Mandala, y sus ideas habían estallado en su mente como tinta de calamar y le habían hecho muy rico. Saber que MK (como en su círculo apodaban cariñosamente a Kline) deploraba los fines a los que Bix y sus secuaces habían destinado su teoría no hacía más que avivar la fascinación que sentía por ella.

Un folleto escrito a mano grapado al cartel rezaba: ¡HABLEMOS! GRANDES CUESTIONES INTERDISCIPLINARES PLANTEADAS CON UN LENGUAJE SENCILLO. Era una tertulia de presentación programada tres semanas después de la conferencia de Kline. La coincidencia le aceleró el pulso. Hizo una foto del cartel y, por diversión, arrancó una de las lengüetas del folleto y se guardó el papelito en el bolsillo, maravillado de que, incluso en el nuevo mundo que él mismo había contribuido a crear, la gente siguiera pegando carteles en las farolas.

‘La casa de caramelo’, de Jennifer Egan. Traducción de Rita da Costa García. Salamandra, 2023. 432 páginas, 21,85 euros.

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