Recordando sin ira: el provincialismo ultraliberal de Néstor Kirchner
Las vanguardias no rompían con lo trillado escribiéndolo peor, sino porque lo dejaban de lado. Con Kirchner mutaron los estilos. Parecían llegar de las vanguardias, pero eran la repetición de lo siempre igual
En estos días las portadas de los diarios de Buenos Aires conducen a la historia reciente tanto como a las novedades.
Kirchner llegó a la presidencia en 2003. Yo estaba en Berlín por unas clases y, justo a las doce, salí corriendo para comunicarme por un teléfono en la calle. Desde Buenos Aires me confirmaron que Kirchner sería presidente. Su opositor, Carlos Menem, se había retirado de la segunda vuelta. Mis amigos estaban contentos. No transidos de alegría, sino tranquilizados, porque ninguno de ellos tenía simpatía por un caudillo que mezclaba el perfil tradicional con promesas de renovación sospechosa. Los porteños no nos fascinamos con caudillos que evocaban la vieja política.
Nos equivocábamos, porque el caudillo arribaba con un programa ultraliberal. Pero antes de que su programa quedara develado, empezamos a percibir que la tonada provinciana sería la melodía de un liberalismo de mercado ejecutado a ultranza.
Mis amigos, con quienes yo hablaba esa noche desde Berlín, habían adivinado que la tonada provinciana no excluía el perfil de un caudillo liberal en economía, dispuesto a sacrificar a sus votantes si era preciso. La historia es conocida y no voy a contarla. Todos saben hoy que el estilo provinciano fue muy útil en esas elecciones y, sobre todo, para tomar la senda económica que nos esperaba.
Menem no mezcló estilo con decisiones que muchos no esperaban.
Sin embargo, el cierre de campaña electoral de Menem ya había mostrado muchos aspectos nuevos: bajó de un helicóptero en la cancha de River, equipo del que era seguidor apasionado, frente a una multitud que mezclaba sectores bien populares y capas medias. Esa síntesis no la había alcanzado antes, de modo tan fuerte, el justicialismo.
En esos días, muchos descubrimos algo nuevo, para aprobarlo o desaprobarlo. Todos saben hoy que el provinciano de tonada tradicional fue un ultraliberal sin piedad ante las consecuencias que afectaban a los argentinos de las provincias que, justamente, se habían identificado con una figura que les evocaba el paternalismo.
Un capítulo diferente llegó con Kirchner, mucho más conocido que sus antecesores. Los estilos gubernamentales cambiaron. Kirchner venía del sur patagónico y era un moderno. La rapidez de esta mutación de origen y de estilo tiene una velocidad propia de las vanguardias. Hoy todavía seguimos pensando cómo los partidos y sus seguidores adoptan rasgos que parecen llegar de las vanguardias.
Pero esos rasgos, que parecen nuevos, son muchas veces la repetición de lo siempre igual, como hubiera escrito Walter Benjamin.
Twitter, para volver al presente, parece un reservorio de discursos convencionales, que repiten su léxico y adoptan una sintaxis que es convencional, aunque pase por alto cualquier regla de subordinación, como si se creyera que basta destruir la sintaxis para superar el dadaísmo.
Se dirá que mi juicio es elitista. Pero hay que recordar que las vanguardias no rompían con la tradición por el camino simple de escribirla mal, ni de repetirlo con la ilusión de que se la renueva. Transformaron para siempre la estética de la lengua.
Tal vez Twitter tiene el deseo de ser lo nuevo. Pero el deseo no alcanza.
Las vanguardias no rompían con lo trillado escribiéndolo peor. Rompían porque lo dejaban de lado. Alguien dijo que Twitter es una vanguardia pop. Me permito disentir. El pop conocía el pasado estético y por eso pudo romper de manera profunda. Andy Warhol no volvió al realismo, sino que quiso mostrar lo que el realismo no pudo hacer. Warhol tenía que romper con los grandes que lo precedieron. ¿Con quién rompe Twitter? Con nadie.
Hijo mío, si no rompes es porque no traes lo nuevo.
La vanguardia no es solo una mala imitación ni solo parodia.
Cómo llegue acá desde la política. El camino fue inevitable.
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