La guerra sin nombre
La contienda de 1936 dejó tantos regueros de sangre en la vida de Ramón J. Sender que era inevitable que apareciera en su obra. ‘Babelia’ adelanta el prólogo de Ignacio Martínez de Pisón para una nueva edición de ‘Réquiem por un campesino español’
Durante sus primeros siete años de existencia, la novela que el lector tiene entre las manos se tituló Mosén Millán. Jesús Vived Mairal cuenta en su biografía de Ramón J. Sender que este la escribió en poco más de una semana y que estaba destinada a formar parte de un volumen colectivo proyectado por dos profesores de Wisconsin. Dado que tal volumen nunca llegó a prosperar, el escritor aragonés buscó alguien en México que publicara su historia, y en 1960, cuando tuvo la oportunidad de recuperarla para el mercado anglosajón, le cambió el título por el de Réquiem por un campesino español “porque en inglés eso de Mosén Millán no suena a nada”. Para tratarse de un libro que el tiempo ha acabado convirtiendo en un clásico incontestable del siglo xx español, no pudo tener un nacimiento más modesto: un encargo despachado con prisas, un proyecto editorial frustrado, un título que no tardó en revelarse provisional...
Cuando en 1953 escribió el Réquiem, Sender atravesaba una de las etapas más estables de su vida. Se había vuelto a casar en 1943, lo que le había facilitado el acceso a la nacionalidad estadounidense, y desde hacía seis años trabajaba como profesor universitario en Albuquerque, Nuevo México, ciudad que abandonaría en 1962 para mudarse a Los Ángeles y convertirse en profesor de la UCLA. 1953 fue asimismo el año en que inició su larga y fecunda colaboración con la American Literary Agency (ALA), que había sido fundada por el también exiliado y también aragonés Joaquín Maurín y a la que Sender se mantendría fiel hasta su muerte en 1982. La ALA se ocupó de distribuir sus artículos por periódicos de toda Latinoamérica y, en consecuencia, de dar a conocer su nombre a un público muy amplio y variado. Por supuesto, en su condición de expatriado sus circunstancias distaban de ser las ideales. Faltaba una docena de años para que la publicación de sus libros en España fuera autorizada por la censura franquista (que empezó a hacerlo con cuentagotas en 1965, año de El bandido adolescente) y el propio Sender se quejaba de un supuesto boicot al que en los países de habla española le sometían los intelectuales comunistas. Pero, teniendo en cuenta cómo había sido su trayectoria vital hasta poco antes, puede decirse que las cosas empezaban a irle razonablemente bien.
Está fuera de duda que, tres meses después del estallido de la guerra, se había iniciado el alejamiento de Sender con respecto a sus camaradas comunistas, cuyo total sometimiento a las directrices del estalinismo le resultaba inaceptable
Sender, que en su juventud había militado en las filas del anarquismo, se aproximó al comunismo hacia 1933 tras la matanza de campesinos por parte de guardias de asalto en la localidad gaditana de Casas Viejas. Su afinidad con los comunistas, fortalecida por una estancia de dos meses en la Unión Soviética a invitación de la Komintern, le llevó durante la guerra civil a luchar como capitán en el Quinto Regimiento a las órdenes de Enrique Líster. Sería este quien, treinta años después, le acusaría públicamente de haber abandonado su puesto de combate en la ofensiva de Seseña de finales de octubre de 1936, lo que en teoría habría acarreado su inmediata degradación. La profesora Donatella Pini ha demostrado de forma fehaciente que las acusaciones de Líster, motivadas probablemente por un simple afán de venganza, eran falsas: ni hubo deserción ni hubo degradación. No obstante, está fuera de duda que, tres meses después del estallido de la contienda, se había iniciado el alejamiento de Sender con respecto a sus camaradas comunistas, cuyo total sometimiento a las directrices del estalinismo le resultaba inaceptable. Ese alejamiento se agravó en junio del año siguiente debido a la feroz persecución desatada contra los dirigentes del POUM, de inspiración trotskista, muchos de los cuales eran amigos suyos. A principios de 1938, cuando en un café de las Ramblas barcelonesas declaró a un periodista que no deseaba “ni una España en poder de Hitler y Mussolini ni una España sovietizada”, su ruptura con el comunismo se había completado. Empezaba a manifestarse en Sender el beligerante anticomunismo del que haría bandera durante el resto de su vida.
Por mucho que esa ruptura marcara para siempre al novelista de Chalamera, era difícil que llegara a ser tan determinante como otros episodios particularmente traumáticos que habían tenido lugar en los primeros meses de guerra. Me refiero a los asesinatos de dos de las personas a las que más quería. Una de esas personas fue su hermano Manuel, al que las tropas franquistas fusilaron por el simple hecho de haber sido alcalde de Huesca por el partido de Manuel Azaña, Izquierda Republicana. Su mujer, Marcelle, se libró de sufrir el mismo destino gracias a que era hija del jefe de la aduana francesa en la Estación Internacional de Canfranc, que acudió con presteza e hizo valer sus derechos de ciudadana francesa.
Esto ocurría a mediados de agosto de 1936. Un mes antes, cuando los militares se alzaron en armas contra el Gobierno legítimo, Ramón y su mujer, Amparo Barayón, estaban veraneando en un pueblo de la sierra segoviana en compañía de sus dos hijos, el pequeño Ramón y la recién nacida Andrea. Mientras el cabeza de familia optó por trasladarse a Madrid para contribuir a la defensa de la República, Amparo y los dos niños buscaron refugio en la ciudad natal de ella, Zamora, adscrita desde el 19 de julio a la llamada “zona nacional”. Al cabo de unos días, Amparo acudió a las autoridades para protestar por la arbitraria detención de sus hermanos Antonio y Saturnino y solo consiguió que esas mismas autoridades, conocedoras de la relevancia de su marido entre los sectores revolucionarios, la encerraran en la prisión local. De allí saldría al cabo de dos meses para ser fusilada por un grupo de falangistas ante las tapias del cementerio, compartiendo de ese modo el aciago destino de sus dos hermanos. Cuatro décadas después, Ramón Sender Barayón, que entonces era un niño de dos años, publicaría Muerte en Zamora, un libro estremecedor en torno al vil asesinato de su madre.
La guerra civil había dejado tantos regueros de sangre en la vida de Ramón J. Sender que era inevitable que reapareciera en su obra con la fuerza de una obsesión. En los cuarenta años que median entre Contraataque (1938) y El superviviente (1978), la guerra civil está presente, además de en esas dos novelas, en El rey y la reina (1949), en Los cinco libros de Ariadna (1957), en algunos de los libros que componen su vasta novela autobiográfica Crónica del alba (19421965) y en La antesala (1971). Y, por supuesto, en Réquiem por un campesino español, que no se publicó en España hasta finales de 1974, solo un año antes de la muerte del dictador, y que con el tiempo ha alcanzado la categoría de metáfora del propio conflicto.
En medio de la catástrofe, la gente de la aldea “percibía algo mágico y sobrenatural, y sentía en todas partes el olor de sangre”: eso era la guerra.
Lo más curioso es que la guerra como tal no aparece mencionada en las páginas de Réquiem. En un rincón del mundo en el que de la Historia con mayúscula solo se perciben los ecos lejanos, un acontecimiento tan relevante como la proclamación de la Segunda República se hace presente a través de rumores confusos y noticias inconcretas: “¿Qué novedades son ésas? Pues que el rey se va con la música a otra parte”. También del estallido de la guerra civil, esa guerra sin nombre, los aldeanos acaban enterándose tarde y mal. Los ricos del pueblo secretean con el cura, los guardias civiles reciben órdenes inhabituales, los concejales perciben en el aire vagas amenazas..., y un buen día aparece un grupo de señoritos “rasurados y finos” que matan a seis campesinos y abandonan sus cadáveres en la cuneta de la carretera. En medio de la catástrofe, la gente de la aldea “percibía algo mágico y sobrenatural, y sentía en todas partes el olor de sangre”: eso era la guerra.
Como el propio Sender declaró a Jesús Vived (al que precisamente está dedicada la novela), la acción se desarrolla en una aldea imaginaria hecha con los recuerdos líricos y dramáticos de los pueblos aragoneses en los que pasó su infancia. Hay en ella retazos de su Chalamera natal, de la Alcolea de Cinca en la que nació su hermano Manuel, del Tauste en el que empezó a estudiar el bachillerato... Desde el otro lado del Atlántico, con la enorme distancia que imponía el exilio (y también el paso del tiempo), el Sender de cincuenta y tantos años evocaba esa geografía de su niñez a la que intuía que no podría regresar. Regresó, sí, pero brevemente y de visita al final de su vida, cuando ese viejo mundo rural al que se sentía tan unido ya solo existía en su memoria. Según su amiga Carmen Laforet, el transterrado Sender experimentaba una eterna nostalgia de España, y el público de sus novelas no era otro que el español, “para el que escribía hasta cuando trataba de temas americanos”. ¿Escribió el Réquiem con el íntimo propósito de retroceder en el tiempo y satisfacer esa nostalgia? ¿Lo escribió, en definitiva, para recuperar a través de sus páginas los lugares de su infancia y mantenerlos vivos?
En 1948, cinco años antes del Réquiem, Sender había escrito otra novela breve en la que también regresaba a la geografía mítica de su niñez: a las riberas de un río que podría ser el Cinca, a una ermita que recuerda la de Chalamera, a un paisaje como el de esas tierras, hecho de campos de alfalfa y muros de adobe. El librito se titula El vado y fue publicado en una editorial del exilio republicano en Toulouse. Algunos de los mayores especialistas en la obra de Sender, empezando por José Domingo Dueñas, lo consideran el germen de Réquiem por un campesino español por compartir no solo los mismos escenarios sino también los mismos temas: la delación, la culpa. En El vado es una mujer la que vive atormentada por haber provocado, llevada de un ataque de celos, el asesinato de su cuñado; en Réquiem, el delator e involuntario causante de la muerte de su antiguo monaguillo es el cura del pueblo, al que desde ese día la conciencia no cesa de mortificar.
Las similitudes, en efecto, saltan a la vista, pero así como percibimos El vado como un bosquejo algo desaliñado y a medio hacer, una composición literaria no acabada de cuajar, Réquiem se nos presenta como una afortunada aleación de elementos, una estructura narrativa sólida y armoniosa, en la que nada sobra y nada falta, dotada de unos mecanismos perfectos que funcionan con impecable precisión. La pericia técnica de Réquiem, que en El vado solo está apuntada, es una de las claves que explican su vigor narrativo y su gran aceptación entre lectores de varias generaciones, y no puede sorprender que ya en 1964, cuando todavía la novela era poco conocida en España, Carlos Saura proyectara llevarla a la pantalla grande: una novela así, con ese cuadro tan sugerente de la vida campesina y ese desenlace tan contundente, estaba pidiendo a gritos que alguien la convirtiera en película. Para esquivar los problemas con la administración franquista, la intención de Saura era rodar en el sur de Italia, cuyos paisajes podían pasar por españoles. El proyecto, sin embargo, acabó frustrándose, y la adaptación cinematográfica de Réquiem por un campesino español, finalmente dirigida por Francesc Betriu, no llegaría hasta dos décadas después, cuando ya había muerto el novelista de Chalamera.
El desenlace de esta historia escrita hace casi setenta años anticipa un debate que la sociedad española tardaría décadas en atreverse a plantear y que se mantiene vivo en la actualidad: el debate sobre el cierre en falso de las heridas de la guerra civil
Otro de los grandes conocedores de la obra de Sender, José Carlos Mainer, señala que en El vado la guerra civil aparece convertida en un problema moral, despojado de connotaciones políticas. Algo semejante podría decirse de Réquiem. Sabemos que la víctima del asesinato, Paco el del Molino, conoció en su infancia las miserables condiciones de vida de algunos de sus vecinos y que, frente al fatalismo de la religión (“Cuando Dios permite la pobreza y el dolor es por algo”), cree en la capacidad del ser humano de transformar la sociedad para mejorarla. Sabemos asimismo que con el tiempo ha desarrollado un ideal de justicia que se resume en un reparto más equitativo de la riqueza (o, como él mismo dice, en “quitarle la hierba al duque”). Y sabemos también que los ricos del pueblo no se lo perdonan y que aprovecharán la impunidad de la contienda para ajustar cuentas y ejecutar una venganza largo tiempo incubada. Pero el Sender de 1953, un hombre que está ya en el viaje de vuelta de los diferentes credos ideológicos, prefiere que el centro sobre el que gravite el peso de la historia sean los problemas de conciencia del cura del pueblo, ese Mosén Millán que en una primera instancia dio título a la novela. Precisamente Mosén Millán, que siempre ha sentido predilección por Paco el del Molino, al que ha bautizado y casado y al que tendrá que administrar los santos óleos, es quien toma las decisiones que acaban causando su desgracia. Pasado un año (“y parecía un siglo”), cuando trate de aliviar su sentimiento de culpa dedicándole una misa de réquiem, los verdaderos culpables intentarán despachar sus responsabilidades por el sencillo procedimiento de ofrecerse a costear el servicio religioso: “Con los respetos debidos. Yo querría pagar la misa, Mosén Millán”. Ese pequeño donativo, que por dignidad el sacerdote rechaza la primera y la segunda y la tercera vez, es el único precio que están dispuestos a pagar por todo el dolor causado y todas las injusticias cometidas. El desenlace de esta historia escrita hace casi setenta años anticipa un debate que la sociedad española tardaría décadas en atreverse a plantear y que se mantiene vivo en la actualidad: el debate sobre el cierre en falso de las heridas de la guerra civil.
En el libro de Marcelino C. Peñuelas de conversaciones con Sender, afirma este que Paco el del Molino es una víctima como individuo, pero el pueblo español es inmortal “como son todos los pueblos”. Una pequeña parte de esa inmortalidad corresponde al propio Paco, cuyo martirio tiende a perpetuarse en una composición poética de carácter popular: “Entre cuatro lo llevaban / adentro del camposanto, / madres, las que tenéis hijos, / Dios os los conserve sanos”. Ese romance de autoría anónima y probablemente colectiva viene a representar la voz del pueblo. Al igual que los coros de las tragedias clásicas anuncian el desdichado destino que aguarda al héroe, sus versos acompañan desde el principio hasta el final la historia de Paco el del Molino, aportando a su inmolación un inesperado matiz de universalidad y trascendencia. La muerte de Paco el del Molino es metáfora de muchas otras muertes, del mismo modo que su pueblo sin nombre es metáfora de muchos otros pueblos y ciudades: metáfora de la Huesca en la que fue asesinado Manuel Sender o de la Zamora en la que fusilaron a Amparo Barayón y a sus dos hermanos, metáfora en definitiva de España entera, de la desgarrada y sangrienta España de la guerra civil.
Réquiem por un campesino español
Prólogo de Ignacio Martínez de Pisón
Espasa, 2023
128 páginas. 11,95 euros
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