_
_
_
_
tribuna libre
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Feminismo brutalista

En mi juventud, ya perdiera o ganara, me sentí siempre independiente y nunca atribuí a mi sexo las derrotas, sino a mi ignorancia

Feminismo
Una mujer con el mensaje 'Ni una menos' se manifiesta el Día Internacional de la Mujer de 2022 en Buenos Aires, Argentina.Natacha Pisarenko (AP / LAPRESSE)

Desde el fin de la adolescencia, cuando abandoné la casa familiar, me consideré en igualdad absoluta con los hombres, aunque percibiera que esa igualdad podía no ser reconocida.

Era algo que no tenía que demostrar con ideas sino con una práctica de la que al principio no fui del todo consciente. Yo era igual a todo el mundo, fuera ese mundo de hombres o mujeres, de desconocidos o de amigos.

Ser mujer no era ocupar una posición de desequilibrio. No percibía gestos de autoritarismo masculino porque no creía posible que sobre mí se ejerciera ningún autoritarismo, una vez que me había liberado de la familia, de la religión, de los principios recibidos, de las órdenes y de las obligaciones.

El feminismo no fue mi tema porque no me sentía subordinada por mi sexo. Esto me impidió ver que otras y otras fueran subordinados. Mi cabeza funcionaba con la fuerza que me había permitido romper con todo y no medir las consecuencias.

Una noche tuve que huir del departamento de alguien que consideraba las cosas y las personas como propias. Estábamos en un altillo sobre la calle de Florida y la Diagonal Norte. Bajé las escaleras corriendo, en la vereda encendí un cigarrillo y me fui caminando despacio. No sentía miedo porque lo impedía mi suficiencia. No creía que nadie pudiera atreverse conmigo.

Otra noche, tuve que correr varias cuadras desiertas y tocar timbre en la casa de un médico conocido del barrio. Le conté un intento de forzamiento y él tampoco le dio mayor importancia. Me sirvió un trago y, a las dos horas, nos despedimos como si nada hubiera sucedido.

Por supuesto, era la ciudad de 1960, donde tales agresiones carecían de la violencia que hoy suele rematarlas. Como no veía en ellas un peligro mayor, porque me sentía más fuerte que mis posibles agresores y más hábil que ellos, volví a caminar por esas mismas calles a esa misma hora.

Tenía un orgullo desmesurado. Si estaba sola, no me sentía abandonada. Nunca pensé tener menos derechos que nadie

Alguna amiga de la Facultad de Filosofía y Letras tuvo peor suerte, no porque la sorprendieran de noche, sino porque el primer hombre de quien se enamoró la transfirió a un segundo que resultó ser traficante. Treinta años después, la encontré sentada en el Parque Lezama, recuperada de sufrimientos pero melancólica como una florcita que perdió su temporada de primavera.

Su historia habría podido ser la mía, pero algo nos diferenciaba en el origen familiar, que permanecía más o menos oculto, pero salía a relucir como un cuchillo cuando la situación se volvía extrema.

Ya perdiera o ganara, me sentí siempre independiente y nunca atribuí a mi sexo las derrotas, sino a mi ignorancia y la torpeza de mi apresuramiento. Esto debería explicarlo un análisis social y subjetivo que no intentaré. Simplemente lo expongo porque la cuestión no es central en mi biografía.

Tenía un orgullo y una seguridad desmesurada de que valía tanto como cualquiera. Eso ayudaba como una lanza en las situaciones peligrosas. Si me tocaba estar sola, no me sentía abandonada. Nunca pensé tener menos fueros ni menos derechos que nadie.

Tuve otras debilidades y otras sensaciones de valer menos. Fui peor estudiante, perdí el tiempo, defraudé. Pero todo lo atribuí a mis decisiones y actos libres, quizá porque era demasiado pretenciosa para reconocerle ese poder a una ideología machista, que recién comenzaba a resquebrajarse en mi adolescencia.

Algunas cosas las tuve claras desde el comienzo: mi meta no era el casamiento, ni una familia, ni tener hijos dentro o fuera de las instituciones. Algunos hombres me lo reprocharon. No conocí el deseo de una continuidad que se estableciera fuera de lo que alcanzara en los muy diferentes capítulos de mis elecciones conscientes.

Entre mis proyectos no figuraba una familia, sino independizarme de ella. Mi objetivo era la autonomía completa, no la reforma de algunos usos, ni la obtención de permisos que se terminan pagando en moneda dura.

Mi feminismo era instintivo, poco refinado, brutalista.

Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_