Las palabras de los que huyen
La historia y sus giros se evidencia en las voces latinoamericanas que comienzan a escucharse en las ciudades españolas
Ya se cumplen 75 años. Por estas fechas, los veleros Merche, Defensa, Andrés Cruz, Arroyo y Magdalena llegaron a La Guaira repletos de españoles que escapaban de la miseria franquista. Son apenas unos nombres dentro de un gran listado de barcos que desde 1948 hasta 1950 huyeron cargados de personas desesperadas que deseaban llegar a una Venezuela en la que podrían soñar con otras vidas.
En 1958 esta peligrosísima aventura dejó su primer rastro ficcional: Una balandra encalla en tierra firme, del asturiano José Manuel Castañón. Primero de varios libros sobre este momento histórico que muchos fingen ignorar pues, de uno a otro extremo del paisaje político hispano, la desesperación de aquellas personas no encaja dentro de las relecturas épicas que se realizan de esos años.
La historia de los veleros del hambre tuvo casi siempre un final feliz, pues quienes alcanzaron la otra orilla pudieron resucitar en ese nuevo país que los recibía
Veleros destruidos, sin apenas instrumentos de navegación, atestados de gentes que se insolaban y se llenaban de piojos; jornadas infinitas en las que el agua y la comida terminaban por agotarse mientras las personas compartían la fatiga de sus palabras y sus miedos; lo cierto es que la historia de los veleros del hambre tuvo casi siempre un final feliz, pues quienes alcanzaron la otra orilla pudieron resucitar en ese nuevo país que los recibía.
Sin embargo, resulta imposible dejar de pensar también en lo tangible, en lo concreto de las palabras que viajaban con aquellos seres. El que huye, el que escapa, el que se cuela o también llega de manera “legal” a un nuevo territorio, en muchas ocasiones lo único que trae oculto en su alforja es la sonoridad de sus frases, el modo en que hasta ese momento ha construido el mundo. Una materialidad sonora que lo abriga y lo protege, pues bien lo decía Pessoa: “Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas”.
Recuerdo algunas de esas palabras que refulgían como lejanas joyas durante mi infancia en Caracas: canento, guagua, millo, alongarse, fisquito, machango. Palabras que sonaban en voz muy baja en los mercados, en los campos, en los lugares de trabajo más duros de aquellos años setenta. Había que detenerse y acercarse mucho para llegar a ellas.
Ignoro si esas palabras sobrevivieron, si fueron mutando, si su rastro se quedó a vivir bajo el sol caribeño; pero en su humildad, en su esplendor, yo percibía la fuerza de la añoranza, la temblorosa esperanza de quien resucitaba en un mundo que era incapaz de nombrar del todo.
La historia y sus giros se evidencia ahora en las muchas palabras latinoamericanas que desde hace años comienzan a escucharse en las ciudades españolas. En cualquier esquina se repiten una y otra y otra vez: mina, quilombo, funda, bacán, y mucho más recientemente, chamo, tequeño, arrecho, burda, ñapa, fuñir, naguará; estas últimas las palabras venezolanas que acompañan la diáspora de un país que aún vive en la perplejidad de su tragedia.
Los viajes y las palabras siguen sucediendo. Ya no solo se mueven en aquellos veleros destartalados del siglo pasado.
Cada desplazamiento, cada migración, cada ser tiene su propia historia, pero resulta imposible no pensar en el lazo que une las pequeñas palabras de los españoles del siglo pasado y las de los venezolanos de la actualidad. Son seres, son palabras que huyen de la retórica, palabras que anhelan el breve sonido, la sencillez.
La España franquista y la Venezuela actual muestran un signo común: la inflamación verbal del poder, la oquedad de sus discursos heroicos recubriendo como un barniz la miseria
Decía Montaigne en un ensayo sobre el peligro de lo retórico: “Es un instrumento inventado para agitar y manejar las turbas indómitas y los pueblos alborotados, que no se aplica más que a los Estados enfermos, como un medicamento”. La España franquista y la Venezuela actual muestran un signo común: la inflamación verbal del poder, la oquedad de sus discursos heroicos recubriendo como un barniz la miseria. De allí que de nuevo se hace vigente Montaigne cuando afirma: “La elocuencia floreció más en Roma cuando el estado de los negocios públicos fue peor… del propio modo que un campo que no se ha roturado se cubre de más frondosos matorrales”.
Las palabras de los que escapan suelen ser pequeñas, inmediatas y humildes. Son palabras llenas de incertidumbre y nostalgia, de curiosidad y torpeza; son anclas, son raíces. Muchos años atrás, Eugenio Montejo habló de ellas, de sus viajeros, del tiempo que es hoy y que fue ayer: “Algunas de nuestras palabras las inventan los ríos, las nubes. / De su tedio se sirve la lluvia / al caer en las tejas… Así pasa la vida y conversamos / dejando que la lengua vaya y vuelva…”.
Se viaja, se huye, se escapa del dolor también para recuperar la libertad de llevar entre los labios una palabra muy pequeña, una palabra sencilla como pan, como agua, como siesta; una palabra tan chica que solo puede escucharla quien se acerca a nosotros para reconocerla.
Como en aquellos barcos que hace muchísimos años llegaban a La Guaira.
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