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Tauromaquia sin toros

Lo que Rafael Sánchez Ferlosio escribe sobre la fiesta no sólo ilumina ese espectáculo, sino también los deportes, el circo, el teatro, la danza o el cine

Una escena de la obra 'Liebestod – El olor a sangre no se me quita de los ojos – Juan Belmonte', de Angélica Liddell.
Una escena de la obra 'Liebestod – El olor a sangre no se me quita de los ojos – Juan Belmonte', de Angélica Liddell.Christophe Raynaud de Lage

Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. La frase de Fredric Jameson es repetida en todo tipo de contextos, especialmente cuando hablamos pasionalmente del apocalipsis climático. Así que pongamos estas líneas, sin ningún tipo de complejo, en esa línea de pensamiento, desde luego animalista, pero también ambientalista, ecológico, que piensa de otro modo las relaciones de lo viviente con el mundo.

No es difícil imaginar el fin de la fiesta de los toros. La tauromaquia es otra cosa, pero el lugar y la forma que ocuparan las corridas de toros tiene una cierta tradición en las imaginaciones utópicas y distópicas. En el mundo feliz de Huxley no hay fiesta de los toros ni “toreros con miedo”, que diría Pedro Lemebel. Pero en el universo de Mad Max —¡las hombreras toreras de Tina Turner!— los toros tienen una lógica y los últimos rituales de la humanidad posapocalíptica tienen más que ver con Pedro Romero que con Sófocles o William Shakespeare. En la ciencia ficción anglosajona, especialmente en los clásicos de literatura y cómic de los años cincuenta y sesenta —Fernando González Viñas ha realizado un trabajo excepcional sobre el tema—, los toros están asimilados con la identidad chicana o mexicana y en ese sentido hay una sensibilidad subalterna que quiere comprender la fiesta y darle su lugar en la imaginación inclusiva de lo futurible.

Sin embargo, esa capacidad sin límites de imaginar el mundo de los toros resulta pobrísima en la actual tauromaquia y, por efecto espejo, en las políticas prohibicionistas antitaurinas —quitando alguna viñeta de El Roto o la excelente Tauromaquia, de Julián Barón—. Desde el golpe de Estado de Franco, la fiesta apenas ha cambiado sus reglamentos y muy poco la “retórica” del torero o el “terror” del toro, según la lectura de Jean Paulhan. Resulta inconcebible que el único lugar en el que el pathos taurino es productivo en estos momentos sea el sur de Francia, la república entera si se considera a París una capital meridional. La lectura de Bataille o la tauromaquia de Michel Leiris son aproximaciones impresionantes pero que no pueden agotar ni limitar el entendimiento de lo que la fiesta de los toros significa. Walter Benjamin leyó Espejo de tauromaquia, de Leiris, en 1937 y uno puede figurarse los términos del debate entre el pensador judío y el antropólogo francés cuando se contemplan las páginas que al asunto tauromáquico dedicó Rafael Sánchez Ferlosio, compiladas ahora junto a las columnas periodísticas taurinas y antitaurinas bajo el título de Interludio taurino. Por momentos asistimos a esa capacidad de pensamiento, unas veces Benjamin, otras Krakauer, otras el mismísimo Theodor Adorno, y, si me excedo citando a pensadores en la estela de la Escuela de Fráncfort, no es por asimilar a nada conocido la escritura de Ferlosio sobre los toros sino por situar el nivel y la agudeza de sus observaciones para aquellos que jamás han estado en una corrida de toros ni han dedicado un minuto a los avatares de la fiesta.

Lo que Ferlosio escribe no sólo ilumina el mundo de los toros, también los deportes, el circo, el teatro, la danza, el cine y cualquier espectáculo de la esfera pública se ve afectado por sus consideraciones. A su luz, por ejemplo, lo performativo deja de ser una actitud hormonal de adolescente y se convierte en el eje que separa lo real de lo ficticio con verdadera eficacia. No, no hay prurito juvenil ni tremendismo en sus palabras, Ferlosio intenta entender lo que se pone en juego en el espectáculo de toros y su crítica de la violencia tiene más que ver con Benjamin que con el Jünger del “instante peligroso”. Por entendernos, hay más playground que Hemingway en sus líneas. Las políticas del exceso que conducen sólo a una tensión entre normatividad e irracionalidad, en la línea de Leiris o Bataille, son aquí desmontadas con ojo clínico sabiendo distinguir entre razón policial y razón delincuente en el juego social que la tauromaquia produce. Por supuesto, los toros se miran sin mitologías esencialistas, como lo que son, un espectáculo moderno que llega con la Ilustración y evoluciona la revolución industrial y el ferrocarril. Angélica Liddell o Albert Serra tienen aquí un manual perfecto para escapar a los manierismos afrancesados, porque, no deja de ser curioso, que el afrancesamiento de nuestro tiempo tenga más que ver con el “¡vivan las cadenas!” que con la libertad, igualdad y fraternidad primeras.

La máquina de Ferlosio cualifica a los toros con categorías como “no ficción”, “acontecimiento”, “exhibición” o “figura”. O sea, que pone en juego la función performativa, la política de acontecimiento, el valor de exposición o una suerte de imagen dialéctica a resultas del modo de hacer del toreador. Lo importante es cómo traza esas relaciones de categoría con las otras artes, del teatro o la danza al cine. Las líneas alrededor de polos como “acontecimiento” y “texto” son de una tensión memorables. La escritura se mide con los riesgos de la propia fiesta. En el futuro quizás no haya toros, pero sí tauromaquia.

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