‘Las campanas del viejo Tokio’, cuando en Edo sonaba la Hora del Tigre
La búsqueda de los vestigios del periodo Edo permite a Anna Sherman hilvanar un ameno relato sobre el pasado y el presente de la capital japonesa
El músico Hiroshi Yoshimura (1940-2003) dejó constancia en su libro Las campanas del tiempo de Edo de la desaparición del paisaje, no solo físico, sino también sonoro, de la que fuera capital de facto de Japón durante el sogunato Tokugawa (1603-1868), rebautizada después como Tokio. Un lugar donde “las multitudes se reunían todos los veranos para escuchar el crujido de los brotes [de loto] que ondulaban en el estanque Shinobazu”. El libro impresionó a Anna Sherman, una estadounidense que trabajaba para un arquitecto en la capital japonesa, y la impulsó a embarcarse en un viaje insólito. “Decidí seguir a Yoshimura y buscar lo que quedaba de su ciudad perdida”, escribe. “No tomaría las rutas de las autopistas elevadas ni las vías de la línea Yamanote, que rodea el corazón de Tokio, sino que rastrearía las zonas en las que se podían oír las campanas”. El resultado de esa búsqueda es el libro Las campanas del viejo Tokio, un retrato fascinante de la ciudad de hoy y de ayer. Una indagación en la singularidad de la cultura japonesa, su brutal occidentalización y, al mismo tiempo, su resistencia a abandonar un espíritu forjado en el budismo y el sintoísmo.
Es difícil intuir la impronta de Edo, caracterizada por el casi total aislamiento en que vivió Japón durante más de dos siglos
El libro, apoyado en abundantes notas y exquisitamente editado, mezcla el relato histórico con la crónica de viajes y el reportaje periodístico. Por él desfilan monjes, artistas, investigadores y simples ciudadanos, que guían brevemente a la autora en su recorrido. Es difícil intuir en el Tokio de hoy, ultramoderno y cosmopolita, la impronta de Edo, caracterizada por el casi total aislamiento en que vivió Japón durante algo más de dos siglos. El país dio la espalda al mundo, y hasta los médicos del sogún tuvieron que aprender la medicina occidental a escondidas, en manuales obtenidos en el único puerto holandés que tenía autorizado el comercio, situado en una isla artificial frente a Nagasaki. Fue un largo paréntesis que cimentó la desconfianza en ambos sentidos. Lo ilustra a su manera el cónsul británico Ernest Mason Satow, autor de la primera guía de Japón en 1870, al aconsejar al hipotético visitante que traiga no solo abundante provisión de alimentos, como si la comida japonesa no pudiera consumirse, sino alguna sartén o cacerola, ya que los cocineros nativos se niegan a usar sus utensilios con alimentos extranjeros.
Sherman no deja de anotar otra diferencia importante con Occidente: la apreciación del tiempo. “Mientras el inglés, el español u otras lenguas tienen una palabra para ‘tiempo’, el japonés tiene una miríada”, constata. “Algunas se remontan a la antigua literatura de China: uto, seiso, köin”. Otras proceden del sánscrito, como el vocablo que alude a los millones de sitios que se extienden hasta la eternidad, kö, o la palabra setsuna, que nombra la porción más pequeña de tiempo, “la partícula de un instante”. El día en Edo tenía 12 horas, aunque cada una era un intervalo de dos, gobernada por uno de los animales del zodiaco chino. La Hora del Tigre, por ejemplo, era la que precede al amanecer, “cuando comenzaban los viajes y los amantes se separaban”. Y su duración variaba entre el invierno y el verano, porque el tiempo se adaptaba a la naturaleza. Curiosamente, el primer reloj occidental, un reloj de carillón que no se ha conservado, lo llevó a Japón un misionero español en 1551.
Incendios, terremotos, guerras y, finalmente, la especulación inmobiliaria han ido otorgando a la ciudad sucesivas fisonomías hasta llegar a la actual
Sherman inicia su periplo por la campana más antigua de Edo, la que se ubica aún en Nihonbashi, en la prisión de Kodemmachó, edificada en 1610. La campana sigue en su sitio. La prisión, no. Un parque infantil se ubica provisionalmente en aquel territorio atormentado por ajusticiamientos y torturas. No lejos del templo de Asakusa, donde se conserva otra de las viejas campanas junto a la estatua de Kannon, diosa de la misericordia, se alzan bares de moda, como el Flame d’Or, en un edificio de Philippe Starck. Incendios, terremotos, guerras y, finalmente, la especulación inmobiliaria han ido otorgando a la ciudad sucesivas fisonomías hasta llegar a la actual. En el barrio de Minato se cruzan el Tokio de la luz y el de las sombras, nos cuenta Sherman. Allí se encuentran “el Ritz y los bares de karaoke baratos; la Embajada estadounidense y la sede del Sistema de Radiodifusión de Tokio; el embudo de cristal de Roppongi Hills y las torres de Midtown; las formas ondulantes de acero y cristal del Museo Nacional de Arte y los bares de alterne que se agrupan en el cruce, cerca de donde la autopista número tres se convierte en la ruta número uno”.
Si la restauración imperial Meiji, que propició una occidentalización forzada, convirtió el distrito de templos de los vencidos “en un escaparate de todo lo nuevo: luces eléctricas, una línea de tranvías, el primer zoológico de Japón e incluso un hipódromo”, los siete años de ocupación estadounidense estuvieron a punto de acabar con la escritura y con la singularidad japonesa. Tokio no recuerda especialmente ese trauma, ni a las 100.000 víctimas del bombardeo llevado a cabo por un escuadrón de B-29 que dejó caer sobre la ciudad 1.700 toneladas de bombas de lo que luego se llamaría napalm la noche del 9 al 10 de marzo de 1945. Existe únicamente, perdido en la zona residencial de Kitasuna, un modesto museo creado por iniciativa ciudadana que casi nadie conoce ni visita. Quizás estaba en lo cierto Erwin Bälz, médico personal del emperador Meiji, cuando señaló: “Los japoneses tienen la vista puesta en el futuro y se impacientan cuando se les habla del pasado”.
Las campanas del viejo Tokio
Autora: Anna Sherman.
Traducción: Victoria Pradilla Canet.
Editorial: Capitán Swing, 2022.
Formato: tapa blanda (304 páginas. 20 euros).
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