_
_
_
_

Los rostros del agua

La historia generalmente se ha contado desde tierra. Varios libros recientes coinciden ahora en concentrarse en el mar, de su relación con la geopolítica a su papel frente al cambio climático

Agua
La diosa Nut se dobla para crear el cielo. Copia de papiro basada en la decoración del templo egipcio de Dendera.Universal History Archive / Getty Images
Juan Arnau

La historia se ha contado generalmente desde tierra. Donde los reinos y las naciones dibujan sus fronteras con sangre. Varios libros recientes nos la cuentan desde el mar. Ruiz-Domènec en el Mediterráneo, lugar de encuentros y conflictos, desde Ulises hasta las pateras. Peláez ofrece una historia de la navegación centrada en las expediciones científicas. El agua es una sustancia móvil, un bien público que desafía la propiedad privada. Es difícil de contener y requiere la gestión colectiva. La relación entre el paisaje acuático y el Estado es el tema del libro de Boccaletti. Abulafia amplía el espectro hacia una historia universal sobre las aguas, que no tienen fronteras, pero sí dominadores. Mares y océanos como vehículos de intercambio, violento o comercial, entre los pueblos. Una historia flotante por la que navegan mercaderes, peregrinos, piratas, exploradores, cartógrafos, esclavos, almirantes, conquistadores, misioneros o petroleros. El trasiego oceánico ha creado una red de intercambios, hurtos y conflictos cuya sangre se diluye y esconde su rastro. Piulats se dirige hacia la naturaleza oculta del mar al estilo de Goethe, no sólo mediante datos científicos, sino apoyándose en la mitología, las artes y las ciencias y las emociones. La propuesta de An­tropocéano es más urgente: es posible convertir al océano en nuestro aliado para mitigar los efectos del cambio climático. Para ello hay que entender el complejo ciclo del carbono, que la oceanógrafa Cristina Romera explica con eficacia y claridad.

Estamos todos en el mismo barco. Y ese barco, como nuestros cuerpos, está hecho de agua. Navegamos el mar y el agua navega en nosotros. No sólo procedemos del agua (el primer organismo del planeta fue acuático), sino que respiramos gracias a ella. El agua, además, tiene su historia. Algunos dicen que hasta recuerda. Y su mitología y espacio simbólico. Necesidad humana ineludible (bebible, navegable, buceable). Nuestros ojos están hechos de agua, también el gigante que nos hospeda, la “zona crítica” de la biosfera. El volumen acuático del planeta forma una unidad. El agua nos une. Ha permitido el intercambio de mercancías, arte, creencias y filosofías; conocer otras formas simbólicas, otros ejércitos de metáforas, como diría el bueno de Nietzsche, que sólo bebía agua.

Sumergirse en el océano es volver al útero, que proyecta una imagen del paraíso

Sumergirse en el mar es volver al útero, cuya experiencia proyecta una imagen del paraíso. El feto no advierte la alternancia del día y la noche, no ha formado todavía un ego, no tiene adentro ni afuera, vive en la eternidad del instante. El agua y la luz son nuestros progenitores. El agua tiene una vocación mestiza y nómada. No sabe estar sola, se mezcla y disuelve continuamente. Es proteica, puede ser niebla, tempestad y metáfora. El tiempo fugaz e irreversible del río que, en su huida, nos hiere. El océano, un laberinto sin muros ni ventanas (Borges). La vanidad de la burbuja, la lágrima de la desesperación. Fue símbolo de la diosa neolítica que sustenta la vida. El agua encarna el poder generador de la Madre. Antes de nacer, el niño es pez. La ruptura de aguas precede al parto. En Egipto, el jeroglífico de Nut, diosa del cielo, es una jarra de agua. En Creta y Mesopotamia hay vasijas decoradas con pechos y líneas ondulantes que prefiguran las olas del mar y los meandros del río. La diosa serpiente Nammu, símbolo del poder dinámico del agua, da a luz a la tierra y el cielo en el mito sumerio. Tiene la cola dentro de la boca, formando un ciclo eterno, símbolo del cordón umbilical que conecta al feto con la madre. Ella es laberinto y conecta este mundo con el de más allá. En Grecia, el bácu­lo de Asclepio, dos serpientes copulando, representa la salud y la curación. Debido a que serpentea (como la sangre) y muda su piel, la serpiente es símbolo del poder renovador del agua, que hace volver los muertos a la vida. La serpiente es la energía enroscada en el sacro, llamada Kundalini en la India, fundamento de la meditación. Y el poder del conocimiento entre los budistas del mahāyāna, que las serpientes custodiaron bajo las aguas a la espera del momento propicio. El espíritu de Dios se cernía sobre las aguas, dice en el Génesis. Viento y agua, espíritu y naturaleza. Su abrazo da lugar al mundo. Entre medias, el fuego transformador y el lodo del cuerpo. Las cuatro articulaciones de la vida.

El agua procede del fuego. Al menos eso dice la cosmología moderna. El oxígeno de la molécula de agua procede de los hornos estelares. Para los budistas, el fin del mundo es una renovación obrada por el fuego, el agua y el viento, en la que el poder destructivo del agua tiene mayor alcance que el del fuego. El fuego carece de forma, pues no sabe estarse quieto. El agua adopta todas las formas y conoce la quietud. Es discreta en el rocío, envolvente en la niebla, ausente en las sequías, violenta en las inundaciones, emocional en la lágrima, luminosa en el ojo. Tagore decía que el agua simbolizaba el eterno diálogo entre el cielo y la tierra. La Tierra es el único planeta conocido cuya presión y temperatura permiten sus tres estados. El agua líquida, el hielo y el vapor coexisten en un precario equilibrio donde el agua experimenta todas las transiciones de fase. La energía que absorbe cuando pasa de hielo a líquida es mayor que la del hierro o la plata. El agua es la molécula perfecta para trasferir energía en el planeta. Esas transiciones de fase del ciclo hídrico regulan el clima. Algunos han llegado a pensar que la vida es agua organizada. Y el ciclo hídrico, un eterno retorno que gira configurando los diferentes rostros y esculpiendo pacientemente el paisaje. La vida como sueño del agua ensimismada, una idea muy hindú.

Un iceberg en Groenlandia, en 2022.
Un iceberg en Groenlandia, en 2022. KEREM YUCEL (AFP / Getty Images)

En nuestro planeta parece que el agua se ha emancipado de su padre, el fuego. El agua mantiene caliente la superficie. No sólo es un poderoso gas de efecto invernadero, también es un factor de amplificación. Cuanto más alta es la temperatura, más agua puede absorber la atmósfera, volviéndose más opaca a la radiación infrarroja, incrementando así la temperatura. El vapor de agua protege a la Tierra de los cambios en el Sol. No siempre es aconsejable quedarse cerca de un padre iracundo, que se lo digan a los hijos de Saturno o Freud.

En la era del Antropoceno, los entusiastas de la tecnología celebran sus logros, mientras los ecologistas lamentan sus impactos. La ciencia y la tecnología, dicen los primeros, han dado a la humanidad el control sobre su destino. La ingenuidad del ingeniero puede ser proverbial, como la de aquellas mentes brillantes que fabricaron la bomba en Los Álamos. Hoy los gases de efecto invernadero están modificando el ciclo hidrológico del planeta. Una parte importante de esos gases se produce de forma natural, ya sea por erupciones volcánicas o por la respiración de los organismos. Pero el planeta tiene mecanismos para capturar y retirar parte de ese CO2 en sumideros de carbono. Los océanos, suelos y bosques lo retiran de la circulación durante decenas de miles de años. Así el planeta se autorregula y equilibra. La actividad humana está rompiendo ese equilibrio.

La Tierra es el único planeta conocido cuya presión y temperatura permiten sus tres estados

El clima depende de muchos factores, no sólo de los gases de efecto invernadero, también de la actividad volcánica y solar (el insidioso padre) y de las variaciones en la órbita del planeta (la distancia a la que nos mantenemos). Todo parece estar cogido con alfileres. Un frágil equilibrio que continuamente amenaza con romperse. Si los gases de efecto invernadero se disparan, la Tierra se calentará, pero, si desaparecen, se enfriará. De ahí que el planeta haya oscilado entre periodos glaciales y no glaciales. Esos cambios tienen un periodo de millones de años. Sin embargo, en los 250 años transcurridos desde la revolución industrial, la concentración de CO2 en la atmósfera ha aumentado un 48%, como muestra la curva de Keeling. Un 68% de las emisiones se deben a la quema de combustibles fósiles y la producción de cemento; el 32% restante, a cambios en el uso de la tierra, deforestación y prácticas agrícolas.

No podemos entender el calentamiento global sin conocer el ciclo del carbono. Casi el 20% de nuestro cuerpo es carbono. Los principales gases de efecto invernadero son el CO2 y el metano CH4 (este último es letal cuando lo respiramos, no deja que la sangre transporte oxígeno). El carbono nunca va solo. Siempre se asocia con otros átomos formando moléculas. Hay moléculas de carbono en el agua, el aire, el fuego, la tierra y los seres vivos. El carbono es lo que une a los elementos. La cantidad de carbono del planeta se mantiene estable, no sale al espacio exterior. El carbono es un asunto terrícola. Hay un ciclo superficial, donde el carbono recorre la atmósfera (años), el agua y la tierra (miles de años), y un ciclo más largo y profundo en rocas y sedimentos de la corteza y el manto terrestre (millones de años). Como se sabe, los combustibles fósiles fueron en su día seres vivos, degradados a lo largo de miles de años por unas bacterias que no necesitan oxígeno. Quedaron enterrados bajo capas de sedimentos y sometidos a alta presión, dando lugar al petróleo, el gas y el carbón. La vida se recicla en combustible y el calor vivifica. Con la revolución industrial, el carbono ha empezado a pasar del ciclo profundo al superficial. La extracción de estos combustibles y su quema en superficie durante los últimos siglos han incrementado el flujo superficial de CO2 y disparado la temperatura global.

Uno puede preguntarse qué tiene que ver el agua en todo esto. Mucho. El océano es unos de los principales sumideros de carbono (junto con bosques y suelos). Todo ese carbono secuestrado, que el planeta había retirado, regresa ahora. Es como si hubieran despertado cientos de volcanes. La planta retira carbono de la atmósfera (CO2) y lo almacena en su organismo. Al morir, ese carbono queda sedimentado en el suelo. Aunque, si una batería lo degrada, puede volver a la atmósfera. Las bacterias respiran como nosotros. La especie humana sólo representa un 0,01% de la biomasa del planeta, los animales el 0,36%, mientras que las plantas son el 82% y las bacterias el 13%. La mayoría de las bacterias son inocuas y sin ellas el planeta no sería el que es.

Los mares respiran CO2. Algunas zonas del océano lo inhalan y otras lo exhalan. El agua del norte, más fría, capta más CO2 que en el trópico. Al enfriarse el agua y hacerse más densa, se hunde con todo ese CO2 y comienza su viaje hacia el sur por las corrientes profundas de los océanos. Quedará almacenado en lo hondo hasta que vuelva a la superficie y sea liberado en zonas más cálidas. El calentamiento global puede reducir la capacidad del océano de captar CO2, lo que incrementaría el efecto invernadero. El océano atrapa carbono, pero también lo libera. Pero capta más que libera. Esa capacidad de captar CO2 es limitada. Ahora captura un tercio de los gases liberados por la actividad humana. No es fácil predecir dónde va a acabar todo ese exceso de carbono.

El error moderno es suponer que no somos naturaleza o que esta trabaja a nuestro servicio

El océano y el clima van de la mano. Los mares almacenan el llamado “carbono azul”. Las praderas marinas y los manglares retienen gran cantidad de carbono. Si protegemos esos entornos, evitamos que ese carbono vuelva a la atmósfera. El plancton vive a cientos de metros de profundidad. Por la noche asciende a la superficie para alimentarse. También lo hacen los calamares, para alimentarse al abrigo de la oscuridad. Suben de noche y bajan de día. El alimento está arriba, como para místicos o lectores. La migración vertical de organismos marinos es como la migración de las golondrinas, las mariposas o los ñus. Estas criaturas microscópicas se desplazan, como las personas migrantes, en busca de alimento. El tiempo tiene distintas velocidades para todas ellas. Un día para un microorganismo puede ser como un año para un ave. El planeta también migra. Gira continuamente para rociarse de sol. El sistema solar migra a su vez. Y la galaxia alrededor del Gran Atractor. Somos seres migrantes y lo que llamamos universo tiene una naturaleza itinerante y acéntrica (o, mejor, multicéntrica). El centro del universo se encuentra en cada ser vivo. Y todo está lleno de vida. Una gran escala del ser como la que proponía Platón en el Timeo. Seres dentro de seres.

La vida no es tanto adaptación al entorno como la creación de entornos. El bosque amazónico tiene cierta autonomía y produce la lluvia que necesita. Los árboles, cuando necesitan agua, generan más vapor, que se convierte en nubes y lluvia. Bombean agua del suelo a la atmósfera (la suben y transpiran a través de sus copas). El principio antrópico rige aquí. Vemos el universo en la forma en que lo vemos porque existimos. No es posible dejar al espectador fuera de la ecuación. Cualquier teoría válida sobre el universo tiene que ser consistente con la existencia del ser humano. Una verdad de Perogrullo que ignoran muchos modelos de universo. Lo que es evidente es que, como civilización, hemos perdido la conexión con la naturaleza. Los indígenas nos lo recuerdan. Ellos son sus custodios. El error moderno ha sido suponer que no somos naturaleza o que la naturaleza estaba a nuestro servicio. No hay aquí buenismo ni ingenuidad alguna. Cuidar la naturaleza es cuidarnos a nosotros mismos. Ahora somos el lado oscuro de la naturaleza, la pregunta es si queremos seguir siéndolo.

Lecturas

Antropocéano. Cristina Romera. Espasa, 2022. 256 páginas 19,90 euros.

Agua. Giulio Boccaletti. Traducción de Margarita Estapé. Ático de los Libros, 2022. 512 páginas 26,90 euros.

Planeta océano. Javier Peláez. Crítica, 2022. 504 páginas 23,90 euros.

Un mar sin límites. David Abulafia. Traducción de Tomás Fernández Aúz. Crítica, 2021. 1.392 páginas, 38,90 euros.

El sueño de Ulises. José Enrique Ruiz-Domènec. Taurus, 2022. 512 páginas 21,90 euros.

Somos agua que piensa. Joaquín Araújo. Crítica, 2022. 336 páginas 19,90 euros. 

Descubre la oculta naturaleza del mar. Octavi Piulats. Carena, 2018. 144 páginas, 14 euros.

Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_