‘Vida de un espejo’, el reflejo del novelista
Con un espejo como narrador único, el último libro de Javier García Sánchez, ofrece una prolija meditación sobre un sinfín de asuntos con un doble fondo metaliterario
Es de celebrarse el lanzamiento de una nueva colección de narrativa, Gnarus, en la editorial Huerga & Fierro, que arranca con un veterano procedente de la promoción de los ochenta, Javier García Sánchez, cuya obra ininterrumpida e irregular desde su primer éxito —La dama del Viento Sur (1985)— lleva la marca de la indiferencia ante los imperativos del mercado. Cuando no se llevaba el ultrarromanticismo, él lo cultivó a manos llenas —en Última carta de amor de Carolina von Günderrode a Bettina Brentano (1987) o en La historia más triste (1992)—; cuando se impuso el minimalismo de novelas breves y microrrelatos, él disparó un obús de 900 páginas, El mecanógrafo (1989), para meter a los lectores en el cerebro de un asesino de niños, si bien luego se contuvo en algo más de medio millar para narrar en El Alpe d’Huez (1994) la épica obstinación de un ciclista luchando contra su edad. Recuerdo estos títulos para ubicar el encomiable inconformismo de García Sánchez y el modo en que ha antepuesto su fidelidad a un proyecto literario exigente a despecho de que ello le garantizara el pinchazo comercial o ahuyentara a una parte de sus potenciales lectores.
En esta Vida de un espejo la apuesta vuelve a ser alta. El narrador único es un espejo. Un espejo centenario que ha visto ante sí a varias generaciones se ha puesto a escribir algo parecido a sus memorias, y digo escribir porque la acción es explícita e incluso se refiere a sus eventuales lectores. No estamos ante una conciencia monologante o fluente como la de El innombrable, de Beckett. Está de más señalar que se trata de un espejo antropomórfico, cuyo estilo arcaizante y relamido se escuda frágilmente en su veneración hacia Garcilaso o Sor Juana Inés de la Cruz (su “febril y nostálgica querencia por el Siglo de Oro”), lo que no quita para que cometa algún desliz gramatical (un “infringir” por “infligir” o el mal uso de “zaherir”). Este espejo leído, porque los libros que comparten con él la estancia le comunican su contenido, va desplegando una sensibilidad melindrosa y enamoradiza y un complacerse en filosofar sobre la humanidad, su naturaleza y comportamiento. De los humanos ha registrado —a pesar de ser “sordo y mudo”— sobre todo sus flaquezas, y solo se ha sentido conmovido y, en fin, enamorado por uno de ellos: la inefable e inestable Adriana.
Todo lo anterior podría ser materia burlesca o fantástica de un cuento, pero aquí sirve de cañamazo a una prolija meditación sobre un sinfín de asuntos que muy a menudo poseen un indudable interés, pero que se diluye en medio de las anécdotas triviales recordadas por el espejo, como la de su mayor trauma: haber quedado cubierto de yeso tras el derrumbe del techo. Si la novela se lee desde esas claves, satírica o fantástica, resulta farragosa, a pesar del oficio obvio de García Sánchez. Sin embargo, creo que admite otra lectura más estimulante, en la que el espejo no es sino una metáfora del novelista (quien, a fin de cuentas, se dedica a reflejar en su obra la realidad que lo rodea). Desde esta perspectiva, casi todas las reflexiones cobran el beneficio de remitir directamente al autor mediante la artimaña de endosárselas al espejo: es lo que sucede con las quejas sobre quienes juzgan si lo escrito “tiene valor o no” (23), o sobre los epítetos que se ha ganado su “peculiar dicción y porte: engolado, plasta, barroco, romántico” (100), o sobre el raquitismo léxico y sintáctico al uso (120) y el arrebato silente del lenguaje (143). El problema es que esta lectura, que dota a la novela de un doble fondo metaliterario, abulta la superfluidad de buena parte del relato testimonial del espejo. Y, desde luego, del pathos desatado que asoma aquí y allá para explotar en el desenlace.
Vida de un espejo
Autor: Javier García Sánchez.
Editorial: Huerga y Fierro, 2022.
Formato: tapa blanda (368 páginas, 22 euros).
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