Mi otoño alemán
Doscientos autores hemos viajado estos días a la Feria del Libro de Fráncfort, la más importante del mundo. Qué queda de tanto aeropuerto, de tanta habitación de hotel, de tanto abrazo
Llegué distraída y no me di cuenta de que el taxi me había dejado en un lateral de la Alexanderplatz, esa explanada levantada para hacerte sentir insignificante. Lo consiguió. Qué hago aquí, me pregunté. La última vez que estuve en Berlín fue para cerrar La hija del comunista. Era 2016. Yo intentaba comprender ese país escribiéndolo, llevaba a mi hijo de seis meses en una mochila por los pasillos de la Stasi y su padre nos hacía fotos que, en este otoño que no acaba de enfriar, se levantan como un recuerdo súbito en blanco y negro por todos los rincones del Mitte. Le escribo y se lo digo: me siento como mi personaje, extrañada, pero no es la ciudad. Me dice que lo disfrute. Y eso hago.
Hace algunas semanas, una editorial alemana publicó la traducción de esa primera novela. Si en 1990 llegué a Alemania en coche con mis padres y mi hermana; si en 2002 aterricé en el sur para estudiar Periodismo; ahora, qué equipaje me acompañaba. Sentada entre Marx y Engels lo encajé, venía a defender ese libro en el país en el que transcurre su trama y que al asombro de leerse en otro idioma se sumaba una especie de hora de la verdad: ¿les gustará que una extranjera les cuente un rincón de su historia?
Esa tarde nos recibieron en un edificio precioso en Unter den Linden, 1, una dirección que debe ser algo así como el ventrículo izquierdo del corazón de Berlín. Había cámaras de televisión, un sofá azul y mucha gente en el público que se había apuntado para escucharnos, a Fernando Aramburu, a Najat El Hachmi y a mí. El hombre que me entrevistó me dijo que no me pusiera nerviosa, y no lo hice, que las preguntas serían fáciles. Pero de pronto me vi contestando a cuál es la diferencia entre el comunismo alemán y el español en televisión y para todo el país. Fácil. Después me encontré con una amiga muy querida que me acogió en una de esas casas berlinesas de ventanas enormes donde, igual que en mi libro, se habla español, se abren sobres de jamón serrano en momentos especiales y se conversa hasta quedarse dormido. Al día siguiente, la pequeña librería española de Kreuzberg, Bartleby & Co., organizó una presentación de La bajamar.
Una semana después viajé a Colonia, la ciudad a la que emigró mi padre con 20 años. Allí charlé con un periodista que vino a verme desde Holanda, que se declaró al presentarse bajo la boina como soviético, pero de obligadas prácticas neoliberales. Esta vez ya no supe qué responder.
Esa noche nos llevaron a un teatro que fue un antiguo parque de bomberos. El grupo lo formábamos Miqui Otero, Cristina Morales, José Ovejero, Kiko Amat y yo. No sé bien qué conseguíamos representar entre los cinco. Pero el teatro se llenó. De gente que pagó por escucharnos. La literatura en Alemania es cosa seria. Fueron tres horas largas de radio dedicadas a la novela española: Die Lange Nacht. Nos entrevistaron y unos actores leyeron un pasaje de nuestros libros y fue precioso escucharlo. Al final, dialogamos juntos sobre el escenario. Nos preguntaron por Javier Marías y por la situación de la vivienda en España. Nos miramos: quién quiere responder a eso. Lo bueno de ponerle cara a los compañeros cuando estás fuera es que la conexión es obligadamente directa y ahora tengo a Simón sobre la mesa.
Entonces llega Fráncfort. Y todo es inmenso. El pabellón de España es moderno y es hermoso. Lo han hecho muy bien. Cerca de 200 autores hemos viajado durante estos días a la feria del libro más importante del mundo. A ese lugar donde, normalmente, los agentes y las editoriales hacen negocios y los que escriben solo asistimos en forma de páginas. Tuve una charla que hubiera querido extender a una taberna con Juan Gómez Bárcena, Bibiana Candía y Javier de Isusi: Crónicas de la emigración. Esa tarde, un hombre mayor le pone voz a la niña de mi novela en la Haus des Buches. Fráncfort termina en una azotea con tres mujeres amigas, Lyz Duval, Nuria Labari y María Hesse, y ponemos frente al skyline algunas gravedades propias y nos reímos de ellas. A la vuelta, en el avión, De Isusi y yo hablamos de la vida, él dibuja a un pasajero, sobrevolamos Ginebra, vemos su cañón de agua desde el aire y dudamos acerca de qué quedará de todo esto.
Por eso, ahora, antes de embarcar en unos días hacia Múnich, me pregunto si a todo ese esfuerzo seguirán otros. Si este ir y venir tiene una consecuencia positiva que trascienda la experiencia privada. Si la literatura es capaz de conectarnos realmente en mitad de la encrucijada. Si a toda esta inversión por trasladar historias por el territorio europeo seguirán otras. Por ejemplo, un verdadero plan que sume lectores. O que abra bibliotecas bien dotadas en las escuelas. O cómo de importante puede llegar a ser tener un libro en las manos en estos tiempos de inflación económica, de inflación energética, de inflación del yo.
Porque la palabra, esa herramienta nuestra, también nombra realidades como guerra, desigualdad o invierno.
Qué queda después de tanto aeropuerto, me pregunto, de tanta habitación de hotel, de tanto abrazo, de tanto Guten Abend, meine Damen und Herren. De todos los audios de mi hijo dándome los buenos días a más de 2.000 kilómetros.
Qué es lo que nos transforma.
Tal vez, con las nuevas historias que me han contado en estos viajes, pueda armar otra novela. Wird mal sehen.
Aroa Moreno Durán es autora de las novelas ‘La hija del comunista’ (Caballo de Troya. Premio Ojo Crítico de Narrativa 2017) y ‘La bajamar’ (Random House, 2022).
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