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Columna
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La cara del fascismo

Cuando los testigos de la época de Mussolini ya casi han desaparecido, los herederos más desvergonzados de su tiranía han ganado las elecciones en Italia

Fascismo
El cadáver de Benito Mussolini, el segundo desde la izquierda, cuelga junto al de su amante Clara Petacci (en el medio) y los de otros fascistas ejecutados en el Piazzale Loreto, Milán, en abril de 1945.Universal History Archive (Universal Images Group via Getty)
Antonio Muñoz Molina

He terminado de leer la historia del fascismo italiano de John Foot y he buscado de inmediato en YouTube imágenes del Piazzale Loreto de Milán el 29 de abril de 1945, el día en que los cadáveres de Mussolini, su amante Clara Petacci y unos cuantos jerarcas fascistas colgaron bocabajo de la marquesina de una gasolinera. Todo el mundo está más o menos familiarizado con las fotos, pero más terribles son las imágenes en movimiento, tomadas cuando los cadáveres todavía están tirados en el suelo como un montón confuso de harapos ensangrentados, en el centro de una multitud que los rodea y siempre parece a punto de aplastarlos, pero que retrocede, se ondula, se espesa según va llegando más gente a la plaza, en el centro de una desolación de edificios bombardeados. La gente mira los cadáveres como si se asomara a un pozo o a una zanja. Hay quien sonríe, quien saluda a la cámara, quien se adelanta para pisotear o patear un cadáver. Hay operarios municipales o bomberos que lanzan chorros de agua con mangueras para contener al gentío. Hay partisanos con ropa de calle y metralletas al costado. Es un día de sol. El cadáver de Mussolini se reconoce por su cabeza enorme, su cara como una máscara tumefacta de carne con la boca y los ojos abiertos. Hay un corte en la filmación, y un momento después los cadáveres ya no están amontonados en el suelo sino colgando del techo de la gasolinera, como reses en un matadero, menos cuerpos humanos ya que guiñapos anónimos, sumidos en la estadística monstruosa de los millones de muertos en la guerra y en la marea de destrucción que ese hombre ejecutado el día antes había contribuido a desatar.

Dice John Foot que al saber de la muerte indigna de su antiguo aliado fue cuando Hitler tomó la decisión de suicidarse. Foot es un historiador británico especializado en Italia que posee un talento particular para concentrarse en las vidas concretas de personas del pasado, relevantes o desconocidas, y observar a través de ellas los grandes acontecimientos colectivos. Las cosas no ocurren en general ni en abstracto: siempre le suceden a alguien. En el prólogo de su último libro, Blood and Power: The Rise and Fall of Italian Fascism, John Foot habla de su bisabuela Aurelia Lanzoni, de la que no conserva ningún recuerdo, aunque sí una foto en la que ella lo sostiene en brazos, un bebé de pocos meses, en 1965. En la familia angloitaliana de Foot se recordaba que la bisabuela Aurelia solía decir, con un suspiro de nostalgia: “Ay, el fascismo. ¡Fue maravilloso!”

John Foot escribe con la pasión doble del historiador por investigar y contar, y también con la vehemencia de quien se indigna contra esas mentiras históricas que de tan repetidas adquieren una apariencia de hechos probados, y tienen además siniestras consecuencias políticas. Un siglo justo después de la Marcha sobre Roma que llevó al poder a Mussolini, y cuando los testigos de aquel tiempo ya casi han desaparecido, los herederos más desvergonzados de su tiranía acaban de ganar las elecciones en Italia, y su victoria, el aire gradual de normalidad de sus aberraciones políticas, favorecen y al mismo tiempo se aprovechan de una difusa propensión a juzgar con una cierta benevolencia el régimen fascista italiano, que de entrada tiene la evidente ventaja comparativa de no ser el nazismo alemán. Con sus gorros fantasiosos, sus tocados de plumas, sus aspavientos teatrales, hasta los mayores esbirros fascistas podían tener una comicidad de muñecos de guiñol. El propio Mussolini, gesticulando en los balcones como un tenor de ópera, hinchando el pecho, la barbilla levantada, los brazos en jarras, ¿no era demasiado histriónico como para ser de verdad peligroso? La estética nazi es visceralmente horrenda: desde mediados de los años veinte, en los treinta, en la Italia fascista hubo arquitectos, pintores y diseñadores admirables, de un racionalismo tocado de modernidad y ligereza. Hasta el conocido papanatismo de los adoradores de las vanguardias podía celebrar sin remordimiento las frivolidades fascistas del macabro tarambana Filippo Marinetti. Igual que el fascismo había explotado las tecnologías emergentes del cine y de la radio, Silvio Berlusconi, admirador de Mussolini e imitador de su gestualidad y de sus despliegues de hombría cinegética, aprovechó su dominio de la televisión para ejercer un dominio devastador sobre la vida política italiana. Quién va a tomarse en serio a payasos tan evidentes, a demagogos tan inverosímiles.

Lo que hace John Foot es poner delante de nosotros la terrible seriedad de todo lo que hubo siempre por debajo de esa presunta comedia en la que el paso de los años, el olvido y la manipulación política ha difuminado la historia del fascismo: el modelo de subversión terrorista, de violencia extrema y metódica que imitaron luego uno por uno los movimientos totalitarios en Europa, su fría capacidad de alentar los peores instintos humanos, el resentimiento, el fanatismo, el odio, la crueldad homicida. Desde 1919 a 1922, las escuadras armadas fascistas, con la aquiescencia más o menos explícita del Estado, emprendieron una rigurosa guerra de clases contra organizaciones obreras que era de los más combativos y bien organizados de Europa. Hasta leer este libro de John Foot yo no tenía idea de la amplitud del movimiento cooperativista en Italia en las primeras décadas del siglo XX: proveedores, almacenes, tiendas comunales, sistemas de apoyo mutuo que incluía la vivienda, la educación, las bibliotecas. Cooperativas, partidos obreros, sindicatos, periódicos, tenían sedes bien visibles en el centro de las ciudades. Contra ellos se lanzaron al asalto los squadristi de las camisas negras, que invadían los barrios obreros como mercenarios coloniales en aldeas de África, golpeaban y asesinaban a los trabajadores, incendiaban los edificios, acosaban por la calle a adversarios solos e indefensos, aterrorizaban a sus familias. Los señalados como enemigos por el fascismo no fueron perseguidos con menos crueldad en Italia que en Alemania. La invasión y la conquista de Etiopía en 1935 alcanzaron proporciones de genocidio. Policías y milicianos fascistas colaboraron en la persecución de los judíos italianos con la misma saña eficiente que los gendarmes franceses de Vichy, los legionarios rumanos o los cruces flechadas de Hungría. Al régimen de Mussolini se puede achacar directamente la muerte de al menos un millón de personas, dentro y fuera de Italia.

“Y sin embargo, de algún modo, con el paso de los años, esta carnicería ha ido siendo rebajada, o justificada, incluso por algunos antifascistas”, escribe John Foot. Los espectros del Piazzale Loreto son como muertos vivientes que amenazan siempre con volver.

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