La amenaza del arte moderno
Un libro indaga en la creación de un mercado del arte moderno en Estados Unidos y en cómo, a la sombra de la Segunda Guerra Mundial, una exposición dedicada a Picasso en el MoMA contribuiría a trasladar el foco mundial del arte de París a Nueva York
Al caer la tarde de un día de primavera en 1924, en el apartamento neoyorquino de John Quinn, una pequeña reunión de entusiastas del arte esperaba con ansia a que su anfitrión les mostrase un lienzo de gran tamaño colocado de cara a la pared. Se trataba de la última y muy preciada adquisición de este visionario mecenas que mientras se ganaba la vida como abogado de Wall Street llevaba a cabo una épica misión: introducir el arte moderno en Estados Unidos, en un tiempo en que se contaban con los dedos los coleccionistas interesados en él, considerado en general un valor negligente, ejecutado a través de técnicas aberrantes y también amenazadoras.
Al girar el cuadro los invitados pudieron admirar el mágico encuentro nocturno entre un enorme león y una gitana adormecida. Se trataba de La gitana dormida (1897), una obra de Henri Rousseau quien, siendo entonces un gran desconocido para el público en general, se había convertido en una suerte de héroe para algunos artistas de la vanguardia. Entre ellos Picasso, que fervientemente había convencido al coleccionista para que adquiriese la extraordinaria obra por una modesta suma. Quedaban pocos meses para la prematura muerte del abogado, y demasiados años para que Estados Unidos admitiese la clarividencia del mecenas. El silencioso triunfo de La gitana dormida de aquella tarde era solo un paso más dentro una incansable lucha, una pugna que ya había superado una guerra mundial y requeriría de otra para que el arte, que con ahínco perseguía el propio Quinn, encontrará lugar en el verdadero centro de la cultura americana.
Es precisamente esta férrea batalla la que aborda Hugh Eakin en su primer libro, Picasso´s War: How Modern Art Came to America. Un elocuente y riguroso relato que consigue mantener el interés y la curiosidad del lector sobre su desenlace como la trama de una buena novela de suspense, construida a través de los retratos y pericias de brillantes personalidades donde el pintor malagueño ocupa solamente un discreto lugar. Un escenario salpicado por la ambición, la rivalidad y las trágicas consecuencias de la guerra vertebrado en torno a dos figuras fascinantes, Quinn y Alfred H. Barr, director fundador del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), quienes dentro de un entorno hostil a sus pretensiones y valiéndose fundamentalmente de su propia habilidad, de su discernimiento y de su gusto se adelantaron a su tiempo. Dos versos sueltos que nunca buscaron el aplauso para ellos mismos sino para la causa que perseguirían sin tregua.
Así, en Picasso’s War no es dentro de los polvorientos y desordenados estudios de los artistas donde se cuece el futuro del arte, sino en elegantes despachos. A través de los entresijos y malabarismos, entre coleccionistas, curadores y artistas entre los cuales encontramos figuras como la del marchante y también escritor Daniel-Henry Kahnweiler y a otros menos conocidos como los hermanos Leonce y Paul Rosenberg. Será el esfuerzo de un pequeño grupo el que logre trasladar al público el impacto del arte en contra de una fuerte marea imperante, y establecer su valor en el mercado para que finalmente sea reverenciado por la historia.
De origen irlandés, Quinn siempre fue una especie de outsider en Nueva York, su impulso le llevaba a lugares sin explorar, a un arte vivo que latía en el momento, no al pasado. Sirvió de hilo conductor entre artistas, escritores, críticos y estadistas, fue promotor de escritores como William Butler Yeats, Joseph Conrad, Ezra Pound y T.S Eliot. Consiguió que el Congreso revocase una ley fiscal de 1909 que imponía un arancel a las obras importadas con menos de cincuenta años de antigüedad y eximía al arte histórico. Y si bien hoy el Armory Show de 1913 (la primera gran exposición de arte moderno que tuvo lugar en Estados Unidos) es considerado como una fecha clave dentro de la historia del arte, el abogado siempre defendió que la revocación habría sido una victoria mucho más definitiva. Nadie le concedió la importancia que merecía. A su muerte, su osada y valiosa colección quedó desperdigada y el rastro de su figura difuminado en el olvido. Al indagar en su archivo personal, Eakin comprobó cómo, en 1914, el coleccionista ya tenía un concepto muy claro del tipo de museo donde mostrar el arte de su tiempo, de lo que más tarde sería el MoMA. Un modelo que iba a coincidir con lo que Barr perseguiría 15 años más tarde. Ambos coincidirían también en la necesidad de anclar la colección en torno a las grandes obras de Picasso, debido a su relevancia del español dentro del nuevo arte del siglo XX.
El fracaso inicial de un símbolo
Picasso’s War apunta también a la sobrevaloración del compromiso de Picasso con la política, al menos en lo que respecta al tiempo que transcurre hasta que se dispone a dar forma al Guernica. Kanhweiler lo describía como el menos político de los artistas que conocía. En 1936, habiendo sido nombrado simbólicamente director del Museo del Prado, el pintor vivía inmerso en una amarga y prolongada batalla legal con su esposa, la bailarina Olga Khokhlova, y hacia equilibrios para compaginar su vida en Francia entre dos amantes, Marie-Thérèse Walter y Dora Maar. Llevaba entonces un año sin pintar, con el fin de evitar que su arte fuera reclamado por los abogados de la bailarina. Mientras sus amigos se implicaban en la contienda, el pintor parecía totalmente despreocupado. “En España se matan unos a otros y él se revuelca en los burdeles”, escribía Margaret Scolari Barr, tras conocer al artista en París. En enero de 1937, el artista comenzaría a pintar Sueño y mentira de Franco, un conjunto de viñetas satíricas que nunca llegó a completar para más tarde lanzarse de forma frenética y en solo 35 días a la creación del Guernica.
Sin embargo, el hoy considerado como uno de los murales más significativos de la historia del arte pasó prácticamente desapercibido cuando fue expuesto por primera vez en el pabellón español de la exposición internacional de París. “No resulta demasiado fuerte decir que su exposición fue un fracaso”, apunta Eakin durante una conversación telefónica. “Fue ignorado tanto por la prensa francesa como por la crítica. Ni tan siquiera su amigo Louis Aragon lo mencionó en su columna de L’Humanité”.
Hubo de pasar mucho tiempo hasta que el Guernica pasó a ser reconocido como un indiscutible símbolo político, una declaración universal sobre el sufrimiento de la población civil ante la violencia política. “Durante décadas, los estudiosos de Picasso han dado por sentado que Christian Zervos, fiel amigo del artista, había conseguido rescatado por sí solo la reputación del Guernica al publicar un número especial de “verano” de Cahiers d’Art, su influyente revista de arte, dedicado a la obra”, continua Eakin. “Sin embargo, pude documentar que la revista no se publicó hasta octubre y probablemente tuvo muy poco éxito. El cuadro fue expuesto más tarde en Inglaterra y en Escandinavia pero no existe tampoco evidencia de que llegará a un amplio sector del público. No fue realmente hasta la gran exposición individual dedicada al artista en el MoMA, Picasso: Forty Years of His Art, en 1939, cuando realmente alcanzó a un público masivo”, apunta Eakin. “Esta es la parte menos conocida de la historia del cuadro y quizás no tendría la fama de la que hoy goza de no haber sido por esta muestra”, advierte el escritor. Una exposición organizada por Barr, a la sombra de una guerra, que ponía fin a una larga lucha de más de un cuarto de siglo para de dar a conocer el arte de Picasso a los americanos. Una batalla que no solo contribuyó a definir el museo, sino también a salvar cientos de obras de caer en manos de los nazis y a trasladar el foco del arte mundial de París a Nueva York. En 1943, mientras aún resonaba el éxito de Picasso, Barr fue cesado como director del MoMA. Tras 14 años de tareas hercúleas fue informado de que no producía suficientes escritos. Algunos le consideraban “un mal ejecutivo y sus gustos demasiado radicales y arriesgados”, apunta Eakin.
A lo largo de toda la narración se evidencia cómo el arte moderno ha resultado para algunos no solo incomprensible sino también un síntoma de desviación y decadencia social. En 1933, el psicólogo Carl Gustav Jung, escribiría un artículo en el Neue Zürcher Zeitung en el que Picasso era diagnosticado con esquizofrenia a través de su obra. Sin embargo, el rechazo, que no se ceñía solo al español, alcanzaría su cénit con la llegada de los nazis al poder, quienes adoptaron la expresión de “arte degenerado”, y aunque atenuado, en ocasiones parece resurgir con el paso de los años. En 1970, el movimiento de protesta Art Workers Coalition pidió al MoMA la retirada del Guernica, ¿Cómo puede tener un museo una obra sobre otras tragedias cuando no está reconociendo lo que Estados Unidos está haciendo en Vietnam?, argumentaban. En medio del debate no tardó en llegar la contundente respuesta del historiador Meyer Schapiro: “A la hora de colgar el Guernica, el Museo [de Arte Moderno] no protesta más contra el crimen de Guernica que protesta el Museo Metropolitano contra la crucifixión de Cristo al colgar un cuadro sobre ese tema. ¿Es el afán de Franco por colgar el Guernica en el Prado una protesta contra el bombardeo? Pedir a Picasso que retire su cuadro del Museo por la masacre de Mylai es acusar al Museo de complicidad moral con los crímenes de los militares [estadounidenses]. Esto no puedo hacerlo. Aunque comparto sus sentimientos sobre toda la acción del gobierno en Vietnam, no firmaré su carta a Picasso....”-
“El historiador defendía el museo como un espacio universal, más allá de las contiendas políticas”, observa Eakin. Hoy, cuando nuevamente un sector de la sociedad parecen no aceptar ciertas obras de Picasso, resuena la voz de Schapiro para recordar que el arte moderno no está hecho para coincidir con los estándares éticos de una época que le impidan ahondar en la cara más oscura de la humanidad y en los submundos prohibidos.
Picasso´s War:How Modern Art came to America. Hugh Eakin. Crown Publishing. 480 páginas. 27 euros
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