Kahnweiler: una mina de oro en París
Un joven judío alemán, de nombre Daniel-Henry Kahnweiler, nacido en 1884 en Mannheim, a la edad de 23 años alquiló un local de 16 metros cuadrados a un sastre polaco en la calle de Vignon, número 28, de París, pintó con sus propias manos el techo de blanco, cubrió las paredes con tela de sacos, colgó unos cuadros recién adquiridos en el Salón de los Independientes y esperó a que entrara el primer cliente en la tienda. No tenía ninguna experiencia en el mundo del arte. Pudo haber sido agente de Bolsa, como su padre, o heredero de los negocios de minas de oro y diamantes en Sudáfrica, propiedad de uno de sus tíos, Sigmund Neumann, en cuya empresa radicada en Londres libró este vástago sus primeras armas financieras apenas abandonó la adolescencia.
Con Picasso iba a las tabernas que le recordaban los burdeles de Barcelona. Atendía todas las necesidades de Juan Gris, de Braque...
Corría el año 1907. El dilema se le planteó cuando decidieron enviarle de representante del negocio a Johannesburgo. No le atraía en absoluto esa clase de riqueza que consiste en extraer un tesoro del fondo de la tierra con un trabajo de esclavos para volver a guardarlo a continuación en una cámara acorazada de los bancos bajo las pistolas de unos guardias. El oro nunca aflora. Siempre está enterrado, de una tumba a otra. Se sentía artista. Abandonó las finanzas y la explotación de las minas de oro para ser músico, pero viéndose sin un talento extraordinario, un día se forjó una idea que no tuvo el valor de confesarla a sus padres y al principio la realizó de forma clandestina. Quería ser marchante de cuadros en París, con un propósito semejante al de director de orquesta. "Actuar como intermediario entre los artistas y el público, abrirles camino a los pintores jóvenes y evitarles las preocupaciones materiales. Si el oficio de marchante de cuadros tenía una justificación moral, sólo podía ser esa", dijo medio siglo después en la cima de la gloria.
En 1904 la gente aún se burlaba o se crispaba antes los cuadros de los impresionistas. El joven Kahnweiler cruzó un día el Faubourg de Saint Honoré cuando unos cocheros detenidos ante el escaparate de la galería de Durand-Ruel, donde se exhibía un Monet, gritaban: "Hay que quemar esta tienda que expone semejante porquería". No obstante los impresionistas ya comenzaban a ser caros, por eso decidió dedicarse a los pintores de su edad, objeto de toda clase de burlas. La gente iba al Salón de los Independientes a desternillarse de risa y a dar gritos de furor. En medio de aquel escarnio compró unos lienzos de Derain y de Vlaminck, pintores entonces desconocidos, que vivían en la miseria y poco después de colgarlos en las paredes de su tienda ambos artistas pasaron a saludarle. Fueron los primeros a quienes dio la mano. Pronto se corrió la voz por París de que había un jovenzuelo alemán que compraba cuadros de pintores que estaban empezando, un judío muy raro al que le gustaban las locuras de la última vanguardia.
Un día entró en su tienda un tipo con un aire poco común que le llamó la atención. Iba mal vestido, con los zapatos empolvados, era pequeño y rechoncho, con el pelo negro como un ala de cuervo volcada hasta la mejilla, pero tenía unos ojos que al marchante le parecieron magníficos. El visitante se puso a mirar los cuadros en silencio y se fue sin decir nada. Al día siguiente el joven misterioso volvió a la tienda de Kahnweiler acompañado de un señor mayor, gordo y barbudo. Miraron los cuadros y se fueron sin despedirse. El joven era Picasso y el viejo se llamaba Ambroise Vollard.
"Para que unos cuadros se vendan caros, han tenido que venderse muy baratos al principio", decía Picasso. Un historiador y crítico alemán, Wilhelm Uhde, amigo de Kahnweiler, le habló de aquel pintor y de un cuadro muy extraño que estaba pintando. Guiado por su olfato extraordinario este marchante novato dio muy pronto con la guarida que tenía en Montmartre. Había allí un tinglado de madera, que los artistas llamaban el Bateau Lavoir, por su semejanza con los barcos lavaderos de las riberas del Sena, que se extendía por la colina de la Rue de Ravignan, número 13. Estaba compuesto de compartimentos ocupados por pintores, que vivían en un grado de pobreza colindante ya de la miseria. Por una de las ventanas Kahnweiler vio a un joven moreno que estaba comiendo una sopa hecha con huesos de aceituna triturados. Se llamaba Juan Gris y después hasta el final de su vida sería uno de sus mejores amigos. En otro habitáculo pintaba otro joven muy atractivo, que en el futuro llevaría de calle a las mujeres y a los coleccionistas. Se llamaba Georges Braque. En el camino por aquel infecto tinglado pasó junto a las ratoneras de Van Dongen y de un joven judío italiano, de nombre Modigliani, del escultor Brancusi, de Léger, del aduanero Rousseau y otros artistas desarrapados hasta llegar a la madriguera que le indicó una portera que vivía en la casa de al lado. La puerta estaba llena de papeles de avisos clavados con chinchetas: Eva te estera en Le Rat Mort... Derain ha pasado por aquí. Le abrió Picasso en mangas de camisa, despechugado y con las piernas al aire. Estaba en compañía de una mujer muy hermosa, Fernande, y de un perro enorme llamado Frika. Al ver a aquel joven Picasso recordó lo que le había dicho Vollard aquel día en que visitaron su tienda. "Pablo, a este chico sus papás le han regalado una galería de arte por su primera comunión".
En el estudio de Picasso estaba un gran lienzo del que le habían hablado con escándalo. Era el cuadro Las señoritas de Aviñón. Kahnweiler observó el infecto desorden del estudio, no exento de ratas, y los papeles amontonados de dibujos que servían para encender la cocina y calentar la estufa en invierno. Derain le había comentado: "Cualquier día aparecerá Picasso ahorcado con una soga detrás de ese cuadro". No obstante Kahnweiler veía que algunos lienzos estaban firmados con un je t'aime o ma jolie sobre bizcocho en forma de corazón, dedicado a su amante de turno. No le pareció que fuera tan desgraciado.
Los pintores del Bateau Lavoir vivían en plena bohemia, se intercambiaban las amantes y modelos en aquel tinglado de madera donde reinaba una fiesta perenne de creación después de haber roto todas las reglas del arte. Kahnweiler tuvo una inspiración. De pronto le vino a la mente que aquel barco lavadero de Montmartre era una mina de oro y diamantes mucho más productiva que las de Sudáfrica y él tenía que ponerse al frente de esta empresa para sacar de la pobreza a aquellos mineros. Kahnweiler fue el que la descubrió bajo la razón social del cubismo y la hizo bendecir por los poetas Apollinaire o Max Jacob para darle prestigio. Allí en 1908 se celebró el famoso banquete, entre la burla y la admiración, en homenaje al ingenuo aduanero Rousseau, para resarcirle de la broma con que le impulsaron a robar una estatuilla egipcia del Louvre, que le costó la cárcel. Allí se celebró también el hecho de que a Max Jacob se le hubiera aparecido Cristo en un vagón de tren.
"Vivir siempre como un pobre teniendo mucho dinero". Esta fue siempre la divisa de Picasso. Con él iba Kahnweiler a las tabernas que le recordaban los burdeles de Barcelona. Con Vlaminck compartía una barca en el Sena. Les compraba cuadros. Atendía todas las necesidades de Juan Gris, de Braque, de sus mujeres y amantes para que pudieran pintar en libertad. No había contratos, ni publicidad, ni exposiciones al público. En secreto les iba adelantando el dinero preciso hasta verlos salir de la miseria y adquirir la fama universal.
Como en las minas de oro y diamantes de Sudáfrica este descubridor de Picasso, de Braque y de Juan Gris se hizo también famoso. Escondió su tesoro durante la Primera Guerra Mundial y luego sobrevivió a la persecución de los nazis. Aquella tienda de la calle de Vignon evolucionó hasta transformarse en la galería Louise Leiris. Sin Kahnweiler no se podría entender la moderna historia del arte.
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