‘La encomienda’, de Margarita García Robayo: la rutina amenazada
‘La encomienda’, de Margarita García Robayo, ofrece un examen de la propia imagen, una indagación en la identidad, el proceso de autoengaño, el camino hacia la madurez como un aprendizaje
La irrupción en nuestras vidas de un elemento ajeno a ellas puede causar reacciones que van del estupor a la incomodidad o la inquietud, pues “cualquier rutina, por sólida que sea, es arrasada por lo imprevisto”, como afirma la narradora de La encomienda, de Margarita García Robayo (Cartagena, Colombia, 1980).
Es una mujer en su treintena, que vive a 5.000 kilómetros de su madre y hermana —quien acostumbra a enviarle paquetes llenos de sorpresas—, realiza trabajos esporádicos para una agencia de publicidad, tramita una beca para irse a escribir a Holanda y mantiene relaciones con un fotógrafo que a menudo se ausenta. En su minúsculo departamento, un día aparece su madre, dispuesta a contarle algo, y también asoman de vez en cuando el portero, los vecinos de al lado, la madre enfermera que le pide que se ocupe de su hijo o la gata Ágata.
La anotación puntual de la vida cotidiana a lo largo de unos pocos días alterna con recuerdos del pasado, casi todos referidos a la infancia y las relaciones fraternales o maternofiliales, y a su íntima amiga Mahra, a quien hace tiempo que no ve y a la que extraña. De hecho, tras una revelación de su madre, la narradora llega a plantearse escribir su proyecto en forma de diario —”un depositario de secretos”, un escondite donde “guardar lo indecible”—, hasta que desecha la idea porque “me parece forzado registrar el tiempo en el que transcurren las cosas”. Y en parte se celebra que sea así, pues la puntual narración en primera persona de algunos pormenores cotidianos es la parte menos convincente de una novela que ofrece muchas otras cualidades y aspectos de interés. Destacan las amplias y sugestivas ocasiones para reflexionar sobre la escritura, sea en torno a la polémica cuestión de “la literatura sin argumento”, o en torno al oficio de escribir, en el que al contrario de lo que se cree uno se disfraza: “Se pone otras caras, se vuelve a hacer de un modo en el que se mezclan la culpa, la frustración y el deseo, y el resultado es un personaje perfectamente despojado y honesto”. Y desde luego sobresale la precisión microscópica con que García Robayo hurga en el alma humana, bien sea a través del “vicio de la introspección” que practica la narradora y el minucioso autoanálisis sin concesiones, bien sea a partir de la observación de las vidas ajenas.
En La encomienda, la narradora nos ofrece el examen de la imagen de sí misma, la indagación en la identidad, el proceso de autoengaño, el camino hacia la madurez como un aprendizaje de la domesticación de los impulsos o el peso de la futilidad que conduce a la extrañeza. Las relaciones familiares se enfocan desde múltiples ángulos, así como las laborales —donde predominan la hipocresía y el miedo—, junto con aquellas otras que, aún por esporádicas que sean, se dan entre los vecinos del edificio.
Y si a esta narradora engendrar le parece una “resistencia a extinguirse”, un “empeño en perpetuarse”, sin duda novelas como La encomienda cumplen un similar propósito de permanencia: no pasar por el mundo sin dejar nada atrás.
La encomienda
Anagrama, 2022
191 páginas, 17,90 euros
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